CAPITULO II
“La
persecución de
Quinto
Fulvio Nobilior“
“Puesta
sobre las armas gran parte de la celtiberia, tembló Roma temiendo los funestos
efectos de su imprudencia y para detener el torrente de males que iba a inundar
las provincias, determinó enviar luego un cónsul con ejército numeroso”
“Año
153. Roma adelanta los comicios y despacha a España el Cónsul Fulvio con el
Pretor Mummio”
Historia crítica de España y de la cultura
española
Juan Francisco de Masdeu, traducida por N.N.
Tomo IV. España romana. Parte primera
Campamento
romano
L
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a llegada a la ciudad de los belos se celebró
por todos los hombres de la expedición. Cuatro legiones de intrépidos infantes apoyados
por dos mil quinientos jinetes, que sumados a otros cuerpos auxiliares de
guerreros iberos e itálicos, alcanzaban un número cercano a las treinta mil unidades.
Formando una poderosa fuerza sin igual.
Destinados allí para combatir a los celtíberos, estaban esperando
que se les uniera en un corto periodo de tiempo un contingente de tropas procedente
de África, compuesto de caballería y una decena de elefantes, con los que su
aliado el Rey Masinisa de Numidia les obsequiaba.
El ejército republicano
había llegado caminando desde el puerto romano de Ampurias, atravesando el valle del Ebro y después avanzando
por el valle del Jalón.
Cubrieron el trayecto en tan
sólo once jornadas de marcha e
instalaron el campamento a poca distancia de su objetivo. Sabían que la
ciudad estaba deshabitada. Habían sido informados previamente pero aun así debían
estar alerta, ya que en cualquier momento podrían ser el objetivo de una emboscada.
Quinto sabía que los celtíberos eran expertos jinetes con sus monturas. Guerreros
que dominaban a la perfección ese arte.
Cómodo Palmacio y Régulo
Dictimio entraron rápidamente en el praetorium sin esperar a que fuera
anunciada su presencia. La guardia personal del cónsul no pudo reaccionar. En
el acuartelamiento estaban todos muy alterados, la batalla estaba presente, se
mascaba, podía estallar en cualquier instante.
—Quinto, nuestros
informadores corroboran los datos que teníamos. Los segedanos partieron hace
dos días hacia territorio arévaco, al parecer buscan la protección al resguardo
de Numancia – se adelantó Cómodo.
El cónsul estaba recostado,
apoyado sobre unos mullidos cojines; quería descansar. Llevaban muchos días
seguidos caminando, forzando la máquina de guerra hasta límites extremos.
Ansiaba abalanzarse y destrozar a los belos pero estos se les habían escapado
por poco, lo suficiente.
A Quinto no le importaba,
les daría caza más adelante.
Pensó por un instante en su
regocijo interno, que les dejaría vivir unos días más.
Se incorporó de su
triclinium.
Estaba muy excitado.
Comenzó a rascarse
sonoramente la barbilla con la mano derecha y sin mirar al tribuno Cómodo, su
primer oficial, acto seguido se dirigió a la mesa que contenía los mapas.
Se reclinó y apoyó los
codos sobre los documentos que allí estaban depositados. Frotándose las manos
respondió a los tribunos, sin girarse hacía la posición en la que se
encontraban sus oficiales.
—Convocar al resto de
mandos – ordenó, e inmediatamente añadió —: nos llevan dos jornadas de ventaja.
No importa, iremos a su encuentro hasta Numancia. Allí acabaremos con todos a la vez. Yo, Quinto
Fulvio Nobilior, borraré de una vez y para siempre a los celtíberos de Hispania.
La celtiberia ya no será nunca más un quebradero de cabeza para el senado ni el
pueblo de Roma. Nadie se acordará de ellos. La historia no los recordará —
sentenció el cónsul.
Los cuarenta estadios de
longitud de muralla que pretendían construir los segedenses no serían terminados
por nadie. El ejército invasor la desmontaría piedra a piedra.
El resultado de la primera
orden que se dictó en aquella tienda, tras la reunión que mantuvieron el cónsul
con sus tribunos, fue rotunda, tajante, no hubo lugar a ningún tipo de observación,
duda o pregunta. Las tropas debían arrasar la ciudad de Segeda, permitiéndose
el robo y el saqueo de cuantas cosas de valor encontrasen. Debían quemar y
destruir todas las construcciones. Nunca más, nadie, absolutamente nadie
habitaría ese siniestro lugar.
Los altos oficiales
transmitieron las órdenes tal y como las había dictado su general.
El mandato se cumplió y con
el la ciudad desapareció completamente. Los soldados competían en un estado de
éxtasis, derribando muros, paredes, cualquier estructura antes de que lo
hiciese otro compañero. Estaban desahogándose del esfuerzo y también de tantos
días de intensa marcha. Era un premio sin recompensa pero ellos se lo habían
ganado.
Hubo disputas en el reparto
de los pocos objetos que iban apareciendo. Bellas cerámicas pintadas y
decoradas con dibujos de caballos o aves. Incluso llegaron a enfrentar las
gladius algunos hombres de un mismo contubernium, para ver cuál de ellos era
capaz de iniciar el fuego en un curioso montón de centeno apilado, que
encontraron perfectamente agrupado en el exterior de una vivienda a medio construir.
Pocos objetos útiles
merecedores de ser recogidos pudieron aprovecharse. Los exiguos utensilios
abandonados que encontraron estaban rotos, algunos de ellos incluso machacados
a conciencia. Los habitantes de aquella ciudad habían resuelto así el dilema de,
qué hacer con los utensilios que no podían llevarse a Numancia.
El único botín digno que
encontraron en Segeda fue el de un extraordinario número de animales de granja,
que pudieron reunir después de registrar la ciudad y ponerla patas arriba.
Las cocinas romanas esa
noche tendrían trabajo extra. Todos cenarían una buena porción de carne fresca.
Por su parte el alto mando
consular, al ver disfrutar de aquel modo a sus hombres, ordenó que se les
trajera un ánfora de vino aguado; brindarían en sus lujosas copas celebrando el
éxito de la operación.
Allí el trabajo estaba
completado. Se pondrían en marcha inmediatamente, durante la hora prima. No
podían demorar más su estancia en aquel lugar. Además, ese año el nombramiento
del nuevo consulado se había adelantado a las calendas de Iunonius. No lo
harían como hasta entonces, el decimoquinto día de Martius, en los Idus, como
era su costumbre. La operación bélica para la que habían sido enviados,
cambiaría para siempre el orden del calendario romano.
La durísima climatología a la
que tendrían que enfrentarse durante el invierno, había sido el detonante para
que los senadores decidiesen adelantar la fecha. Si se alargaba en demasía la
operación, las nieves, los hielos y sobre todo el fuerte viento del cizicus que se producía en aquellas tierras, capaz de derribar a
un hombre completamente armado, serían contraproducentes para el
resultado final de la campaña.
Primero se dirigirían a
Ocilis, al oeste, para montar un nuevo campamento donde abastecerse de
alimentos, reponer equipos y preparar el ataque definitivo, si este no se
producía antes. También depositarían todos los tesoros que habían ido acumulando
a su paso por las tierras de Hispania, desde su desembarco en Ampurias.
El plan trazado por Quinto
estaba saliendo a la perfección. Aún no se había iniciado ningún enfrentamiento
directo con los indígenas celtíberos y una de sus principales ciudades, la que
tantos problemas había ocasionado al pueblo de Roma, estaba finiquitada.
El cónsul continuó en el interior
de su tienda, dilucidando cual era la mejor acción que debían realizar y donde
situarse, buscando el lugar más idóneo.
Un espacio que les beneficiaría en un futuro aunque cercano enfrentamiento. El
territorio estaba formado por abundantes y peligrosos relieves.
Quinto tenía que decantarse
y elegir alguna opción. Las reuniones
con sus oficiales le habían generado serias dudas.
—Hemos enviado cuatro turmae. Los decuriones ya están alertados
de los posibles encontronazos con
patrullas indígenas de la zona – informó Cayo Valero, otro de los tribunos y
amigo personal del cónsul —. Estoy seguro de que nuestros hombres localizarán
el mejor sitio, el lugar más adecuado para acampar.
Quinto Fulvio, ensimismado
en sus pensamientos respondió lentamente.
–Nuestra caballería está
muy animada. Las tropas de a pie están deseando combatir y además, en poco
tiempo dispondremos tanto de los númidas como de sus paquidermos, que desequilibrarán
la balanza a nuestro favor en cualquier combate.
Apartando las formalidades,
Cayo se acercó al cónsul —¿Estas preocupado Quinto?, ¿qué pasa por tu mente?
—Creo que lo tengo todo
bien atado. Nuestra estrategia será un éxito.
Y balanceando la cabeza de
un lado a otro levemente continuó — Esta región es muy grande y sus pueblos se
venden al mejor postor. La población de estos territorios supera los trescientos
cincuenta mil habitantes. Son demasiados. No podemos combatir contra todos.
—Los compraremos con miedo,
con terror y si hace falta hasta con dinero. Nuestra presencia bastará para que
estos pobres mercenarios inútiles nos abran sus puertas — trató de animarle su
amigo con firmeza y una larga carcajada.
—Está bien Cayo, dispón los
preparativos necesarios, partiremos en unas horas.
El oficial asintió, dio
media vuelta y salió de la tienda.
Quinto se quedó solo, llevaba todo el día revisando mapas, recibiendo y
contestando a importantes correos, dando
órdenes o comentando dudas con sus más próximos. Sin apenas darse cuenta el
acumulado cansancio pudo con él. Se dirigió a su camastro y allí se dejó caer
entre las delicadas telas que cubrían su lecho.
* * *
Campamento celtíbero
La asamblea del consejo de
Numancia, siempre de modo democrático, había decidido nombrar a Caro de Segeda
como el gran caudillo de todos los pueblos unificados, que iban a partir en
busca de las legiones romanas.
Aquella reunión se había
celebrado entre el griterío ensordecedor de los presentes y Caro, tuvo que
competir por este puesto contra otros hombres bien cualificados. Pero el
guerrero belo había sido al fin elegido por una gran mayoría de entre los sabios
del consejo de los arévacos.
Un caudillo con fama de
belicoso, sensato y generoso. El tipo de persona que más necesitaban en un
momento tan crítico. Arévacos, tittos, belos, algunos voluntarios de poblados
vacceos y berones, formarían también parte del contingente que desplegarían los
celtíberos para hacer frente a Quinto Fulvio Nobilior.
—Entonces, ¿de cuántos
hombres disponemos? — preguntó Caro en el salón principal, ante los oficiales y
miembros del consejo.
—Contamos con veinte mil
guerreros de infantería y unos cinco mil jinetes – se adelantó a responder Avaros,
un joven guerrero arévaco.
—Bien, de acuerdo, somos
suficientes, aunque pienso que…
—Gran caudillo, ¿qué
táctica usaremos para detener el avance y vencer a las legiones? — interrumpió
un tanto crispado Ilermo, otro oficial del grupo que representaba a los vacceos
y que durante las presentaciones había permanecido muy inquieto.
—Habiendo estudiado el
terreno, vemos que el sitio más adecuado para sorprender a los romanos será…
—Los arévacos son los mejores
conocedores de este terreno. ¿No deberían ser ellos los que decidieran el lugar
más idóneo? — volvió a interrumpir Ilermo, molestando con su imprudencia.
Inmediatamente Hartan, que
estaba situado a la derecha del caudillo, saltó de su asiento y se dirigió a la
posición donde se encontraba sentado el guerrero vacceo. Empuñó el cuchillo que
hasta ese momento había llevado adosado
a su cintura, y con una rapidez inusual, acercó la afilada y brillante hoja a escasa distancia de la gorda y rosada
vena hinchada que latía rítmicamente en su cuello. Amenazándole, le increpó.
—El caudillo está
intentando responder. ¿Por qué continuas con tus impertinencias?, Caro tiene el
apoyo y el consentimiento de todos. Ahora debemos escucharle en silencio pero
sobre todo, tenemos que permanecer unidos.
El guerrero vacceo no se
amedrentó y continuó con su intolerable desafío sin disminuir un ápice su tono
de voz – No he puesto en duda tu valor Caro, pero si cometemos un error dejaré
a mi gente indefensa. No quiero abandonar mi pueblo como tú lo hiciste con
Segeda – y mirando en esta ocasión hacia el guerrero Hartan prosiguió con el
cuchillo aún pegado a su cuello –. Estoy dispuesto a poner mi vida en vuestras
manos, pero no las de nuestras familias, no las de mis hijos. Al fin y al cabo
los romanos os buscan a vosotros. No podemos cometer errores aventurándonos en
una improvisada acción.
Avaros se adelantó para
responder al vacceo — Si los romanos buscan a los belos, también nos buscan a
nosotros, y no, no cometeremos
errores, los dioses nos protegen, nos
bendecirán y viviremos un gran día para la Celtiberia , cuando
traigamos a esta sala sus estandartes, así como las cabezas de sus generales y
soldados. Todos los pueblos unidos expulsaremos y humillaremos a ese cónsul
engreído. Un hombre que se ha atrevido a venir a nuestra tierra para insultarnos.
—Admiro tu bravura Avaros y
espero que en el campo de batalla luchando junto a mí, demuestres el mismo valor
con el que ahora me has defendido. Y tú Ilermo, deseo que iguales la soltura y
la facilidad con la que las palabras salen escupidas de tu boca y tu falta de
respeto hacia los presentes, manejando la espada y cortando cabezas romanas –
finalizó Caro en un tono seco y contundente.
La puerta se abrió de
golpe. El clima en Numancia era suave en
aquellas fechas veraniegas ya avanzadas del mes de sextilis, sin embargo, una
ráfaga de aire fresco recorrió la sala. Aparecieron tres hombres poderosos y
fuertemente armados, jadeando, empapados en sudor. El mensaje que traían
justificaba su estado.
Lubio –valiente soldado
arévaco — levantándose de su asiento se dirigió hacia el que parecía ser el
jefe de aquel grupo de hombres. Asiéndole del brazo derecho lo acompañó hasta el
centro de la sala para que éste informase acerca de los últimos movimientos del
enemigo. Tímidamente y algo dubitativo, el cabecilla de aquel trío mientras se
recomponía, comenzó a exponer la información que esperaba el consejo con ansia
desde la mañana.
—Soldado, habla rápido;
cuéntanos, estamos impacientes — ordenó Ambón, otro guerrero arévaco.
—Los romanos están
acampados en Ocilis, a tan solo dos jornadas de distancia de nuestro pueblo; al
parecer tienen la intención de partir pronto a nuestro encuentro, en cinco
días, para llegar a Numancia en la fecha en la que ellos celebran la festividad
de uno de sus dioses, uno al que llaman Vulcano y del que dicen que es el dios del fuego. Se comenta
también en la ciudad que esperan la llegada de grandes bestias procedentes de
otras regiones alejadas del sur. Los lugareños hablan de gigantescos animales
capaces de aniquilar cualquier formación que se sitúe frente a ellos – el
guerrero parecía vivir con sus gestos el terror que produciría un hipotético
enfrentamiento con aquellos seres monstruosos, procedentes de otro mundo.
—Elefantes – apuntó
rápidamente el caudillo.
—¡Sí!, utilizaban ese
nombre para referirse a… — respondió el guerrero.
—Basta – volvió a
interrumpir Ilermo, que había vuelto a sentarse tras su anterior enfrentamiento con Caro –, esas
bestias respiran y están vivas ¿verdad?... pues entonces pueden morir.
—Sí— respondieron algunos
miembros del consejo.
Gestos de asentimiento se
fueron multiplicando entre los hombres allí reunidos. Los ánimos generales
estaban muy elevados, pero con intervenciones como las del guerrero vacceo
aumentaron de forma desproporcionada. No temían al enemigo, tampoco lo
valoraban en su justa medida. Únicamente Caro y Hartan parecían más indecisos
que el resto a la hora de mostrar sus emociones.
—Está bien, un poco de
calma— dijo Ambón, interrumpiendo el griterío que se había formado tras la
exposición del vacceo –. Gran caudillo, ¿dónde atacaremos a los romanos?
—Si la información de tus
hombres es correcta no hay tiempo que perder –comenzó a exponer Caro, mirando
directamente a Lubio y girándose después lentamente hacia el resto de guerreros
presentes – La batalla comenzará en Numancia. Lo primero que haremos será
cerrar todos los accesos a la ciudad. Prohibiremos la salida o la entrada a
cualquier persona al interior de la misma. De ese modo evitaremos que alguien
se vaya de la lengua – el caudillo hablaba pausadamente, con la única intención
de que su mensaje fuera claramente escuchado y entendido —. Vestiremos a
nuestras mujeres y ancianos con capas y cascos que cubran y oculten sus
cuerpos. Los armaremos con lanzas,
escudos, palos y los apostaremos en la muralla para engañar a sus informadores.
Estos pensarán que nos hemos parapetado en el interior de Numancia y vendrán
directos hacia aquí sin tomar las debidas precauciones.
Mientras, nosotros les
esperaremos en este desfiladero – y comenzó a dibujar el mapa de un bosque
cercano conocido por todos, con una fina varilla metálica en la arena prensada
del suelo. Una serranía próxima plagada de barrancos —. Este es el lugar por el que vendrán – hizo
una breve pausa para asegurarse la atención de todos y continuó —. Mandaremos
algunas patrullas para, digamos… ponerles nerviosos. Estas patrullas los
asustarán y si es posible, incluso podremos golpear sus estrechos flancos
siempre más desprotegidas que la vanguardia o la retaguardia de su ejército.
Tengamos en cuenta que la estrechez de los senderos que unen Ocilis con
Numancia, obligarán a los romanos a estirar su formación, alargándola por
muchas millas de distancia – todos los
allí reunidos escuchaban con gran atención la exposición de su líder, mientras observaban
detenidamente el dibujo que Caro estaba
realizando en el suelo –; ellos evitarán estos enfrentamientos, quieren
tenernos frente a frente, así que intentarán contrarrestar nuestros confusos
ataques sin desmantelar su formación, enviando a sus jinetes para eliminarnos y ahí – puntualizó — es donde
nuestra caballería ya les habrán marcado el camino a seguir — Caro se detuvo un
instante para observar a los hombres y continuó —. Nuestros jinetes se retirarán
hacia este paso, los dirigiremos
directos hacia el desfiladero, directos hacia su muerte – y levantando la voz,
Caro dijo las últimas palabras indicando el punto de encuentro. Clavando en él
con toda su fuerza la varilla metálica —. La
vegetación de la zona servirá para que podamos esperarlos y sorprenderlos,
ocultando aquí nuestro ejército.
—Brillante. Sí, tu
exposición ha sido brillante, pero ¿qué ocurrirá si deciden rodear el
desfiladero? Numancia quedará desprotegida – intervino Négar, del consejo de
los arévacos.
—Confiaremos nuestra suerte
a vuestros jinetes, son los mejores. Estoy seguro de que cumplirán bien su
cometido.
—No es suficiente – volvió
a intervenir Négar – tu plan no ofrece suficientes
garantías de éxito.
—No podrán elegir, no
existe otro camino. Guerreros belos y tittos se han encargado de dejar intransitables
otros posibles pasos. Lugares que por otro lado les retrasarían.
Un silencio sepulcral se
apoderó de aquella estancia. Todos habían entendido a la perfección la
exposición de Caro.
Con la nueva aprobación del consejo a seguir
el plan marcado, los guerreros fueron abandonando el hogar. Comunicarían las órdenes
a sus respectivos subordinados.
Arlén deseaba formar parte
de aquellas reuniones. Envidió a Caíl cuando le vio atravesar el umbral de la
puerta para dirigirse hacia donde él se encontraba para informarle. Su amigo
tenía asignado un lugar en aquel grupo selecto de guerreros, aunque sólo fuera
como un mero oyente, ya que de momento no tenía permiso para opinar en público.
Se lo había ganado, era valiente, un digno hijo de su padre.
—Caíl y yo formaremos parte
del mismo grupo. Lucharemos cerca de su padre, en la vanguardia. Con mis
jabalinas hostigaré a las primeras líneas del ejército romano y con la espada
degollaré los cuellos de aquellos que se atrevan a seguir respirando en nuestra
tierra — informó Arlén a su prometida instantes después de haber hablado con su
amigo. Rozando la locura, el belo tenía la mirada perdida, encendida,
disfrutando de una batalla que aún no había comenzado.
Genna estaba sorprendida,
no entendía la alegría que compartían
los dos amigos. Arlén prefería la guerra al amor. El tacto del frío metal de la
espada a la cálida suavidad de su piel. El hedor a sangre y la putrefacción de los miembros
descarnados al frescor de su aliento. El
olor a bestia a su perfumado cuerpo. Es cierto que costaba más que antes
encontrar un pequeño refugio donde poder seguir creciendo como amantes, los
momentos de pasión se distanciaban unos de otros cada vez con mayor frecuencia.
Estos eran fugaces, pero a la vez tan intensos que colmaban todas sus expectativas.
Desde que había formalizado
su relación con el hijo de Meara, a su alrededor todo parecía complicarse cada
vez más. Arlén dedicaba su tiempo exclusivamente al entrenamiento con las
armas, combinando la lucha cuerpo a cuerpo con largas marchas y combates a pie,
o galopando en su montura. Debía
aprender a hermanarse con su caballo para formar entre los dos un solo
ser en el frente.
Con su madre, el chico apenas tenía pequeños
encuentros por la noche cuando este regresaba al hogar ya que esta generalmente
dormía. La mujer estaba bien atendida. Sus hermanas le dedicaban muchos momentos
mientras completaban las tareas domésticas. Ula, la hermana pequeña de Meara,
era la que más tiempo pasaba con ella y siempre se las arreglaba para disponer de algún espacio en el que disfrutar
recordando historias pasadas. Algunas de ellas hacían volver en muchas
ocasiones a Meara a la cordura.
Los arévacos se
convirtieron definitivamente para Arlén en sus maestros. Expertos instructores
en la enseñanza de sus artes y en la rapidez y contundencia de sus acciones,
por ello, el muchacho comenzó a idolatrarlos.
No sólo eran grandes
guerreros, también comerciaban con otros pueblos vacceos. Los numantinos se
comunicaban con sus vecinos a través del río. Este era navegable hasta la
altura del Durius medius, así que los arévacos remontaban esta línea fluvial en
unos pequeños esquifes.
Gracias a esas transacciones, Numancia estaba
creciendo a pasos agigantados. Aunque el principal problema que encontraron los
líderes celtíberos para organizar a su falso ejército, fue que la ciudad arévaca
ocupaba la mitad de tamaño del que habían
disfrutado los ciudadanos de Segeda, con lo que la nueva población que allí se
había establecido no tenía cabida en el interior del recinto amurallado. Por lo
que tuvieron que comenzar a construir sus viviendas en los aledaños de la
ciudad.
Ahora no tenían más opción
que la de acoger a todos los recién llegados en el interior. Tittos y belos debían
abandonar de nuevo sus iniciadas construcciones para encontrar refugio tras las
murallas de Numancia.
* * *
Campamento romano
Quinto dio la orden de
levantar el campamento durante la tertia vigilia. Aquel día sería largo, muy largo,
con la consiguiente posibilidad de tener
algún enfrentamiento no deseado durante la marcha hacia Numancia con las tropas
indígenas.
Habían descansado lo
convenido el día anterior para poder estar frescos durante aquella jornada. A
la llegada del amanecer, los hombres del cónsul ya habían perdido de vista el
último campamento instalado en un cerro, a mitad de camino entre Numancia y
Ocilis.
Los elefantes que esperaban
de su aliado el Rey Masinisa aún no habían llegado. No podían esperarlos más.
Tampoco debían seguir tachando fechas injustificadamente en el calendario. La
operación no podía retrasarse por más tiempo. Las bestias africanas serían
usadas en otro momento, en otra contienda.
Era día XXIII del mes de
sextilis, el día señalado para celebrar la festividad del gran dios Vulcano, la
fecha acordada en el praetorium durante una reunión que mantuvo Quinto, con los
altos oficiales de su ejército, hacía ya varios días. Sería una fecha celebrada
y recordada durante los siglos venideros por los romanos. El día en el que Quinto Fulvio Nobilior y sus legiones derrotarían
a la rebelde Numancia y con ella a sus aliados celtíberos, arévacos, belos y
tittos.
Tres pueblos aniquilados en
la misma batalla.
Algunos oficiales del
ejército, como Libio Marcio, Dasio Nandor incluso el propio Régulo Dictimio, no
entendían porqué se había llegado a aquella situación, sin antes haber buscado otra salida para finalizar aquel
conflicto de un modo distinto. Estaban contrariados ante la dimensión que
estaba tomando un simple mal entendido
con las tribus hispanas.
Los motivos que estaba
empleando Roma para justificar esa acción militar eran meros pretextos. El
único recelo que podía llegar a tener el senado hacia esos pueblos indígenas,
era el de la posible formación de un estado celtíbero.
Roma no podía permitirlo.
Por otra parte, sabían que
el invierno en aquel territorio era durísimo. Sacerdotes y agoreros les
avisaron de que aquel año las heladas se adelantarían. Mientras que el sol
permaneciese en lo alto, las temperaturas seguirían siendo suaves, agradables,
pero las últimas noches que habían pasado en Ocilis confirmaron este temor. Podía
verse a los hombres que realizaban los turnos de guardia durante las vigilias,
como expulsaban el aire cálido de sus pulmones, transformados en pequeñas nubecillas
de vapor.
En el futuro aquel
territorio se convertiría en una amenaza
real y esa situación había que atajarla o acortarla rápidamente. Los celtíberos
eran pueblos compuestos y dirigidos por
mercenarios sin credibilidad alguna. Por ese motivo Quinto había sido enviado a
Hispania, con la orden de atajar aquella rebelión y poder seguir agregando a la
creciente República, nuevas ciudades que aumentasen las fronteras romanas. No
tenía cabida en sus planes la posibilidad de firmar ningún tipo de pacto con
aquella gente, no merecía la pena, quería toda la gloria para él.
—Tendremos una jornada
tranquila y despejada – inició Cayo Valero, mirando al estrellado cielo.
—Sí, la tropa tiene los
ánimos muy elevados. Hoy será un gran día – Contestó Cómodo Palmacio, montado
en su caballo.
—El terreno parece estar
libre de enemigos. De momento no tenemos de que preocuparnos, además, los
informes presentados por el oficial responsable de la infantería ligera en
vanguardia, Dasio Nandor, así nos lo ha transmitido.
—¿Crees que será fácil? Me
refiero a la toma de Numancia.
—Depende siempre de las
ganas de combatir que tengan los arévacos. Pienso que cuando vean aparecer ante
sus murallas a nuestro ejército con sus estandartes y emblemas, les demos
tiempo para que puedan admirar nuestra grandeza, observen como nos desplegamos
en torno al perímetro de la ciudad y comencemos a montar las máquinas para el
asedio, no tendrán ninguna duda. Nos
entregarán en una bandeja de plata la cabeza de su líder, ese tal Caro de
Segeda, e inmediatamente después abrirán las puertas de su ciudad.
En esta ocasión el cónsul,
en contra de la opinión de sus oficiales, había preferido modificar la
composición de las tropas durante la marcha. Esta no se estaba desarrollando
según los cánones establecidos en el ejército.
La vanguardia estaba formada por una legión que
esta vez no estaría apoyada por su
regimiento de caballería. La retaguardia, la componía una fuerza combinada de legionarios, infantería
ligera y toda la caballería.
Quinto reservaría a sus
jinetes para el combate final en Numancia.
En la parte central de la
marcha había situada otra legión, el cónsul con su guardia personal, pequeñas
fuerzas conjuntas de caballería y las maquinarias destinadas para completar el
asedio de la ciudad. Todas ellas desmontadas.
Lo que verdaderamente
imponía de aquel magnífico despliegue militar, era el estruendo que producía el
paso del ejército, superando el equivalente a cincuenta estadios romanos: más
de siete millas abarcaban toda su longitud.