CAPÍTULO I "El destino de Segeda"



CAPITULO I   

“El destino de Segeda”


“Y concentró a los indígenas en la ciudad,  les distribuyó tierras y estableció tratados precisos con todos los pueblos de esta región según los cuales habrían de ser amigos de los romanos”

Francisco Javier Gómez Espelosín
Guerras Ibéricas. Aníbal. Apiano.
Clásicos de Grecia y Roma.

“La altivez de Fulvio, origen de la guerra
numantina”

Historia crítica de España y de la cultura española
Juan Francisco de Masdeu, traducida por N.N.
Tomo IV. España romana. Parte primera


Segeda
E
l jabalí permanecía quieto, tenso, venteaba insistentemente el aire, sentía el peligro pero no era capaz de identificarlo, no podía olerlo, escucharlo, tampoco verlo.
El denso bosque que rodeaba la desarrollada ciudad de Segeda, últimamente no tenía demasiada caza, ya que durante años los belos habían abusado de las posibilidades que este ofrecía.
Había que desplazarse a dos o incluso tres jornadas de distancia siempre dentro de su territorio, para poder disponer de una mayor abundancia de piezas. No debían cazar en el territorio de los arévacos ni en el de los tittos sin llegar a un enfrentamiento que todos querían evitar, pero que ninguno pasaría por alto si llegase la ocasión. Las delimitaciones territoriales de cada pueblo se respetaban, todos lo sabían.
Los músculos de sus brazos estaban relajados, debían mantenerlos así para adquirir una mayor elasticidad durante el lanzamiento. Caíl, por ser el hijo de Caro, el líder del pueblo de los belos, había recibido un aprendizaje mucho más severo que el resto de jóvenes en el manejo de las armas. De todos modos Arlén era el que mejor controlaba la respiración manejando la jabalina, era como si esta fuera una prolongación de su brazo y a su vez formara parte de su moldeado cuerpo.
No resultaba una tarea difícil el hecho de camuflarse entre las ramas de alguna encina, ni trepar por los pinos para ocultarse de los jabalíes, esperando a que estos tranquilamente se detuviesen para alimentarse de las bellotas caídas que poblaban aquel lugar, u hozar el suelo en busca de orugas o gusanos. Aquella parte del bosque estaba atestada de vida. Sólo tenían que esperar y confiar a que algún animal se detuviese.
El jabalí fue el primero en llegar.
Arlén hizo la señal, una leve y casi imperceptible mueca suficiente para que los dos cazadores lanzaran los proyectiles a la vez. Las jabalinas partieron rumbo a su destino, directas, veloces y precisas, al costado del animal. El jabalí herido de muerte se derrumbó casi instantáneamente a pocos metros de donde se encontraban apostados los dos amigos. Continuaban en la misma posición, pero sus duros y tensos gestos cambiaron inmediatamente.
Caíl se giró hacia su izquierda donde se mantenía Arlén, hipnotizado, con la mirada fija en la bestia.
—Increíble, ha sido increíble – comento admirado Caíl.
—¿Qué? – preguntó Arlén.
—¿Lo has visto? Justo en el corazón.
—El tuyo tampoco ha estado nada mal – dijo Arlén, restando importancia a su lanzamiento.
—Pero tú siempre clavas la jabalina en el mismo sitio, nunca le das una segunda oportunidad a tus víctimas.
A sus dieciocho años Arlén era ya un experto cazador, lo que le había servido no sólo para afianzar aún más la amistad con Caíl, sino que sus hazañas en el bosque eran cada vez en más ocasiones el tema de conversación entre los belos, durante las largas cenas que organizaban alrededor de un gran fuego.
Los jóvenes tuvieron que volver rápidamente a Segeda. Últimamente habían llegado importantes embajadas romanas a la ciudad, demandando siempre el mismo tipo de exigencias, aunque en esta ocasión, la visita que esperaban iba a ser muy distinta. La población estaba alterada, nerviosa y muy agitada. El desenlace de los nuevos y desastrosos acontecimientos que se producirían en un breve espacio de tiempo, desencadenarían un cambio radical en el modo de vida y costumbres del pueblo de los belos.
La única persona que parecía vivir al margen, ajena a todos estos sucesos, era Meara, la madre de Arlén.
Cuando éste regresaba después haber pasar varios días fuera de su hogar en las cacerías, ella le esperaba con gran impaciencia  y siempre con los brazos en jarras. Arlén conocía de memoria todos los gestos y expresiones de su madre antes de que ella los hiciese. Meara era una mujer muy previsible. Ocupaba su mente en averiguar el modo más rápido de concluir las labores para ver de una vez terminada su casa. Lo demás no tenía importancia, las situaciones restantes eran secundarias. El trabajo que estaba llevando a cabo dedicado única y exclusivamente a la finalización de su nueva vivienda, le estaba costando un grandísimo esfuerzo.
A Meara le resultaba trivial considerar si quiera, el tipo o el tamaño de las piezas que se habían cobrado los dos chicos. Solamente le interesaba que Arlén se centrara de una vez en colocar la parte del tejado que quedaba por cubrir y que junto a Ula y Kera — sus hermanas — había estado montando con unos largos, laboriosos y gruesos trenzados de centeno.
La estructura exterior del hogar estaba formada por zócalos de piedras colocados a media altura. Levantando a continuación paredes de adobe convenientemente mezclado con paja para dar mayor firmeza a los tabiques.
La casa poseía un corral que podía llegar a albergar si alguna situación así lo requiriera, una gran cantidad de ganado, aunque ellos sólo contaban con seis escuálidas cabras, dos ovejas y un espléndido gorrino. Disponer de animales aseguraba el sustento para poder afrontar mejor, los largos y duros periodos invernales que padecían en aquel territorio.
El resto de las estancias que componían la casa estaban ya terminadas. El gran vestíbulo de la entrada, la despensa y la espléndida sala principal donde pasarían la mayor parte de su tiempo, dedicándolo principalmente para tejer y cocinar o convocar a sus parientes y amigos entorno a  unos excelentes guisos, con los que departir sobre temas familiares y sociales. A su vez, esta sala sería utilizada como el lugar donde acomodarse para descansar o disfrutar de maravillosos, apasionados y discretos momentos junto con los amantes correspondientes, siempre tumbados sobre unas esterillas colocadas en el suelo, endurecido previamente con pasta de yeso.
La casa estaba casi preparada. En ella tendría lugar el gran festín de bienvenida, en el que Meara podría presumir ante sus vecinas, del hogar tan lujoso en el que viviría junto con sus hermanas y su hijo el resto de su vida.
Sería la mujer más envidiada.
Pero durante los tres días que los dos cazadores llevaban fuera de sus casas, algo había cambiado en la ciudad de modo radical. El nuevo recinto amurallado era un hervidero de hombres moviéndose de aquí para allá, no había niños impertinentes molestando ni correteando por las calles, tampoco ningún representante del consejo fue a recibirles para comprobar el número y estado de las piezas que se habían cobrado. La seriedad y preocupación que mostraban algunas personas en sus rostros, fueron  definitivas para que  Caíl y Arlén se alarmasen.
Las embajadas romanas venían siempre con la misma exigencia. Les reclamaban el envío de un numeroso contingente de hombres para incorporarlos a su ejército, más el pago de grandes sumas de dinero en concepto de impuestos, para poder así seguir aumentando el contenido de las arcas republicanas.
Daba la sensación de que desde Roma todas las miradas  iban dirigidas hacia el mismo lugar, la celtiberia.
Sus guerreros eran conocidos y deseados en la ciudad del Tiber por su valor y su crueldad en el campo de batalla, pero sobre todo por el juramento que realizaban muchos de ellos  ante sus dioses, para convertirse en soldurios.  Testimonio que realizaban durante un complejo ritual, en el cual estos bravos hombres disponían sus vidas al servicio de su señor. Este compromiso de fidelidad lo cumplían llegando incluso al sacrificio personal, si con ello salvaguardaban  y prolongaban la existencia de su jefe.
En los territorios cercanos a Segeda quedaban muy pocas poblaciones libres. La todopoderosa Roma, dirigida en esta ocasión por el  cónsul destinado a la Hispania Citerior, Quinto Fulvio Nobilior, marchaba imparable directamente hacia Segeda, con un numeroso ejército que rondaba los treinta mil efectivos entre legionarios y tropas auxiliares, formadas exclusivamente por guerreros íberos e itálicos.
Demasiados hombres enviados desde tan lejos para conquistar una ciudad con una población muy inferior en número, la cual no podría hacer frente a un contingente tan numeroso y espléndido de soldados invasores.
Segeda no representaba un problema para Roma y Caro presentía que su pueblo no era el único objetivo. Los romanos buscaban cobrarse otra presa distinta, una pieza mucho mayor.  El principal problema para la República no estaba localizado allí.
Segeda era una excusa.
En el interior de la grandiosa casa se estaba celebrando la asamblea formada por  el consejo de ancianos. Sentados en los bancos corridos, forrados de pieles que rodeaban el perímetro de aquella lúgubre habitación, se encontraba Caro junto con sus mejores hombres. Soldados que se habían ganado su confianza, acérrimos guerreros dispuestos a consagrarse por su caudillo si la situación así lo requiriese. Eran más de cuarenta  representantes de Segeda en su mayoría, aunque también los había de otras poblaciones cercanas.
Llevaban toda la tarde encerrados, discutiendo la opción más adecuada para poder hacer frente al ejército que se les echaba encima. Las últimas noticias de las que disponían, eran acerca de que las legiones romanas habían desembarcado en Ampurias hacía ya ocho días. Los tenían encima, sin casi ninguna posibilidad de reacción. La distancia entre las dos ciudades para el ejército romano, equivalía aproximadamente a unas  nueve jornadas de camino, diez a lo sumo. Los segedenses sabían que los ejércitos consulares estaban acostumbrados y muy bien adiestrados para realizar estas largas marchas. En anteriores ocasiones habían sido muchos los guerreros celtíberos que habían participado en diferentes enfrentamientos, apoyando tanto a los ejércitos cartagineses como a las legiones romanas. Siempre a las órdenes de grandes generales como Aníbal Barca o sus hermanos Asdrúbal y Magón, o al servicio de algunos miembros distinguidos de la saga de los Escipiones, como Cneo Cornelio Escipión y su hermano Publio Cornelio Escipión, o el hijo de este último, llamado de igual forma que su padre y apodado más tarde como Africanus, tras su contundente victoria en la batalla de Zama, en la que se dio por finalizada la segunda Guerra Púnica.
Caro continuaba pensativo. Había dedicado demasiado tiempo en la ardua tarea de fortificar la ciudad, ampliando un segundo recinto amurallado que aún no estaba terminado. Faltaba poco, sólo unos huecos que permitían el fácil acceso de los carromatos que transportaban piedras y madera, con los que acabarían la construcción de la que sería, en un futuro próximo, una ciudad inexpugnable.
Aunque por otro lado, esos pasos eran lo suficientemente espaciosos como para que por ellos entrase todo un ejército sin encontrar muchas dificultades. Las defensas de Segeda definitivamente no estaban terminadas. Tampoco estaban dispuestas para repeler semejante ataque. No disponían del tiempo suficiente como para prepararlas adecuadamente.
Al parecer, el consejo no estaba dispuesto a perder a sus hombres, a los más fuertes, los más valientes, sacrificándolos en un enfrentamiento sin sentido. No podían dejar desprotegida a toda su población, sin ofrecerles a cambio algún tipo de garantía de supervivencia.
De aquella reunión saldría el resultado de una opinión consensuada, en la que los segedenses no saliesen perjudicados. Estaban obligados a resolver aquel rompecabezas. La decisión final no podía aplazarse por más tiempo.
Caro se incorporó, alzó su brazo izquierdo para lograr toda la atención de sus hombres y del consejo. A continuación pidió silencio. Tenía la mano derecha fuertemente sujeta a la empuñadura de su espada, agarrotada, amoratada, no circulaba apenas sangre por sus venas.
—Debemos marcharnos de aquí, no veo otra salida.
—Esto es una provocación. ¿Qué pretendes decirnos?— le increpó Fergal, uno de los miembros del consejo.
—Quieren desafiarnos y así anotarse otra victoria más ante su pueblo y ante el senado romano.
—No te entiendo Caro. ¿Por qué has cambiado de opinión?, ¿no quieres luchar? — le espetó de nuevo Fergal.
—Nos derrotarán y nuestro sacrificio no habrá servido para nada. La muralla no está terminada. Ni podemos, ni debemos enfrentarnos a un enemigo que nos duplica en número. Contamos tan sólo con quince mil hombres entre jinetes y tropa.
—Entonces….el tratado que  firmaron nuestros padres hace veinticinco años con Tiberio Sempronio Graco, ¿carece de valor?
—No te das cuenta Fergal. El pacto decía que no podíamos crear ni fortificar nuevas ciudades y, no lo hemos hecho. Pero no decía nada acerca de que no se pudiese ampliar una muralla ya existente. No sé que pretende Roma, pero nosotros no hemos incumplido ningún acuerdo.
—Lo que sí sabemos es que vienen directos hacia aquí, decididos a aniquilarnos – continuó el anciano.
—Ellos son los que han interpretado mal alguna de las cláusulas que se firmaron en aquel tratado.
—Esto es una locura. ¿Por qué nos atacan entonces?
—¡Locura! – gritó Caro, girándose al resto de sus hombres –. Nos negamos a darles hombres para sus legiones, tampoco pagamos los impuestos que se establecieron y encima los tittos se han unido a nuestra causa, aumentando nuestra fuerza. Es lógico que vengan a percibir la deuda.
—Pero esta vez quieren cobrarla con intereses, a nuestra costa – añadió Segilo, otro anciano del consejo que permanecía sentado tras el caudillo.
Fergal se incorporó para enfrentarse a Caro. – Nuestro pueblo nunca se ha retirado ni acobardado ante  una afrenta semejante. – Y girándose hacia la posición donde permanecía sentado Segilo, buscando un sólido apoyo en su persona, continuó levantando también él la voz –. Estoy cansado de agachar la cabeza cada vez que aparecen  las embajadas romanas. ¡Somos guerreros!, los mejores guerreros que  ha dado esta tierra junto a los arévacos. Ellos lo saben, nos temen, tiemblan al oír nuestro nombre y no se atreverán a combatir contra nuestro pueblo.  
—Por eso se dirigen hacia aquí con ese puñado de hombres – interrumpió irónicamente Hebe, un soldado de origen Griego adscrito al grupo de elegidos de Caro –. Esta vez quieren asegurarse una victoria absoluta, aplastante ya no nos temen.
Pero Fergal deseaba un desenlace muy distinto en aquella alocada discusión. Totalmente opuesto a la opinión del  resto de hombres que allí se encontraban convocados, expuso rápidamente otra cuestión. Dirigiéndose hacia todos los presentes con los brazos abiertos, buscando su complicidad y su comprensión.
—Podríamos alargar un poco más el pago de las deudas que los romanos nos reclaman. Eso nos dará tiempo para fortalecer nuestra ciudad debidamente – tomó aire y se aseguró la atenta mirada de los congregados para continuar —. Pediremos ayuda a los arévacos y así podremos repeler cualquier ataque. Tendremos hombres suficientes para defender no sólo todo el perímetro de la muralla, sino también para asestarles un buen golpe cuando estén acampados ante nosotros. No podemos abandonar a la poderosa Segeda.
—No hay tiempo suficiente para solicitar ayuda a los arévacos – sentenció Hebe.
Hartan, el guerrero de mayor edad entre los allí presentes y amigo de Caro, mandó sentar a Fergal desde su sitio con un sutil pero firme gesto, mientras que él se incorporaba para tomar la palabra. El último comentario de su jefe había despertado también su curiosidad.
—¿Cómo evitaremos el ataque? Ellos cuentan con muchos hombres y un gran número de jinetes. Propongo que tengamos a nuestros guerreros parapetados,  provistos de jabalinas y saetas en los muros exteriores. Diezmaremos a su ejército cuando este se acerque, mientras que nuestra caballería se ocupará de cubrir todos los espacios que aún quedan descubiertos.
—Hartan – respondió Caro cambiando la dureza de su rostro por una mirada más conciliadora –, eso sería un suicidio a gran escala. La opción más inteligente para todos es la de marcharse, lo más sensato será ir a  territorio arévaco, solicitando allí su  ayuda una vez que pongamos a nuestras familias a salvo. Pero debemos hacerlo ahora, inmediatamente. Deberíamos salir antes del amanecer, asegurándonos una cierta ventaja en los días de camino que tendremos hasta nuestra llegada a Numancia.
Ninguno de los presentes esperaba una respuesta tan desmesurada y  contundente. El silencio se apoderó del recinto. Ancianos y guerreros dejaron de discutir durante unos instantes. Se produjo un fabuloso y respetuoso momento de recogimiento en el que debían asimilar aquella información y, así poder decantarse de la forma más sabía, entre quedarse y defender una ciudad indefendible o poner a salvo la vida de todos los habitantes, a costa de abandonar Segeda. Apenas unos instantes después Segilo apuntó.
—Caro eres nuestro líder. Lo has demostrado en momentos difíciles para nuestro pueblo, actuando sabiamente, y por eso yo acataré tu propuesta.
El resto de los hombres fueron incorporándose de sus asientos lentamente, asintiendo con gestos afirmativos, incluido Fergal. Hubo un consenso tan abrumador, que todos los hombres gritaron y jalearon al gran Caro de Segeda insistentemente durante un largo rato.
Los dos chicos lograron escuchar  el final de aquel tenso debate desde el exterior de la puerta principal de la casa, en la que se estaba celebrando la reunión. Caíl estaba agachado. Había permanecido de rodillas todo ese tiempo, abatido, parecía que hubiese entrado en un estado de trance profundo, cabizbajo, con los ojos cerrados y  los puños apoyados contra el suelo. Sin embargo la reacción de Arlén fue muy distinta, rápida. Sin pensárselo salió corriendo a toda velocidad al encuentro de su madre.
 Meara estaba refunfuñando a sus hermanas, malhumorada. Ellas estaban pagando el retraso de su sobrino. Hacía varias horas que Arlén había llegado a la ciudad y aún no se había acercado a verlas. Así se las encontró el muchacho cuando apresuradamente abrió la puerta de entrada de su casa.
—¡Nos marchamos! Recoged todo lo que necesitéis, prendas de abrigo, utensilios de cocina, vuestras joyas, algo de comida, lo que sea.
—¿A qué viene tanta prisa? – preguntó Meara acercándose a su hijo —. ¿Qué pasa con el tejado? , antes habrá que terminarlo.
—No madre, el tejado ya no se completará nunca. A poca distancia de aquí se encuentran varias legiones romanas, dispuestas a arrasar este territorio y a los que se encuentren en él.
Las pálidas caras de sus tías Ula y Kera hablaron sin palabras. Estas marcharon rápidamente asustadas, necesitaban abandonar aquel hogar para comprobar la veracidad de las palabras de Arlén.
Esta catastrófica declaración enfureció todavía más a Meara.
—Pero alguien tendrá que acoger, cuidar y alimentar a los generales   romanos en una casa digna y esta es la mejor de toda la ciudad – mirando al cielo continuó —  ¡Sólo falta el tejado y tú lo vas a terminar ahora!
—Madre…
—Mira lo que has conseguido, mis hermanas se han marchado asustadas y ya no creo que  regresen hoy.
Arlén se acercó a Meara y abrazándola por la espalda le susurró dulcemente al oído  — Madre, escúchame por favor. Levantaremos otra casa en Numancia. Tus hermanas nos ayudarán a comenzar de nuevo. Te aseguro que dedicaré todo mi tiempo a su construcción.
Meara fue relajándose poco a poco. La tensión de su cuerpo fue diluyéndose, hasta que Arlén tuvo que sujetarla para que esta no se derrumbase contra el duro y apelmazado suelo.  
Ella no se repuso nunca de la pérdida de su marido. Hal y Meara se habían amado infinitamente durante los años que estuvieron unidos, fruto del cual dio como resultado a su único hijo, Arlén, una copia exacta de su padre.
Hacía ya casi un año que un incendio producido por un descuido en la fragua donde Hal fundía y trabajaba el hierro, para forjar las temibles espadas celtíberas, había matado a su esposo y destruido completamente su casa, separando sus vidas  hasta que de nuevo volvieran a reencontrarse en el más allá.
Meara se evadía cada vez con mayor frecuencia, sus pensamientos, sus palabras y sus actos eran extraños. Era una situación muy complicada para toda la familia, pero Arlén siempre estaba dispuesto a complacer cualquier petición de su madre por extraña y compleja que esta pareciese.
 En esta ocasión decidió envolver en mantas todo cuanto pudieran necesitar, en las durísimas jornadas de marcha que tendrían que sufrir hasta llegar a su nuevo destino. Después avisaría también a su amada Genna.
Arlén llamó la atención desde niño, por la rapidez con la que se adaptaba a las nuevas situaciones que acontecían a diario en su vida. Parecía como si nada le alterase; era un joven inteligente y apenas tuvo dificultades a lo largo de su desarrollo. Dominaba el arte de la guerra casi a la perfección, habiéndose convertido en un excelente guerrero que pronto haría olvidar las gestas de su padre, gracias a sus proezas y logros.
En su casa dedicaba mucho tiempo al cuidado de los animales que tenían en el corral. Físicamente era un joven con unas cualidades innatas. Poseía una musculatura exageradamente desarrollada, cuidada, imponente, toda ella a base del duro trabajo y el permanente entrenamiento que realizaba con Caíl a diario. Aunque era un joven deseado por las muchachas de su entorno, su corazón ya tenía dueña.
Su siguiente objetivo era el de unirse a Genna. La conocía desde niña, aunque ella no era natural de allí. Sus padres se habían trasladado a Segeda hacía quince años procedentes de Bílbilis, una ciudad cercana del pueblo de los lusones. 
Deseaba ir a verla, amarla, sobre todo amarla; quería pasar el máximo tiempo posible junto a ella, y alargarlo, prolongar cada uno de los instantes que pasaban juntos. Era maravillosa. Genna era el motivo que necesitaba Arlén para mejorar cada día y de ese modo poder ofrecerle el mejor futuro posible. Iría más tarde a verla. Meara necesitaba  ayuda, sola nunca partiría de aquel lugar. El tiempo se acababa, cada instante de más que permaneciesen allí sus vidas tendrían menos valor.
A lo largo de la noche la gente comenzó a abandonar la ciudad en desbandada, atravesando las inacabadas puertas que se habían construido en la muralla. También por los espacios abiertos que quedaban aún por cubrir. Arlén y su madre disponían de un vigoroso caballo, que el muchacho  recibió de su padre cuando este se consagró como guerrero. Lo usarían para sujetarle el  pequeño carromato donde irían acomodados,  y en el que transportarían sus pertenencias. Al improvisado vehículo atarían también las cabras, las ovejas y el gorrino.
Arlén pudo ver en la lejanía, entre el gentío, como Genna abandonaba  la ciudad junto a los suyos. Esta situación le tranquilizó, en ese momento era literalmente imposible acercarse a ella. Hablarían más tarde.
Lentamente la imponente Segeda, residencia de los belos, se fue quedando desierta, en silencio. Era una estampa que rozaba lo tétrico. Muchos habían dejado sus pertenencias pensando en un pronto regreso. Los había incluso que dejaron a sus animales con un buen número de balas de heno amontonado, agua y  algo de forraje para que estos pudiesen aguantar sin problemas una larga temporada. Otros simplemente decidieron sacrificarlos y quemarlos en sus corrales para que el enemigo no pudiese aprovecharlos. Era imposible llevarse todas las pertenencias en tan poco tiempo. En los carros sólo cabía lo más útil y básico de cada casa.
Aquella muchedumbre se puso en marcha atropelladamente pero sin necesidad de ser dirigida, todos conocían el camino y sabían la dirección que debían tomar. Algunos hombres de Caro habían salido antes que el resto. Avisarían a las autoridades numantinas de la urgencia de la situación que se les avecinaba.
Aquel paraje estaba cubierto por una  marea humana compuesta por familias necesitadas de ayuda, como también de unos miles de guerreros que se añadirían al ejército arévaco.
Servirían para asestar de nuevo un severo golpe de autoridad y, de una vez por todas decidir en el campo de batalla quien sería el dueño de aquellas tierras.
Caro se quedó rezagado, junto con sus hombres y un generoso grupo de setenta jinetes a modo de compañía y protección.
—Qué espectáculo – dijo Hartan de repente.
—Nunca pensé que mis cansados ojos verían esto alguna vez – y volviéndose hacia su hombres dijo –: vámonos, aquí ya hemos terminado.
Espolearon sus caballos y los pusieron a galope para alejarse de aquel lugar. Caro estaba sufriendo, todos lo sabían, pero ninguno encontró palabras de ánimo que sirvieran para consolar semejante desgracia. Los romanos reducirían a polvo una ciudad en pleno desarrollo.
Segeda se había convertido en una urbe en expansión con una envidiable actividad comercial. Se les había unido el pueblo de los tittos y muchas otras familias de otras poblaciones menores. Gente de pueblos cercanos se trasladaron allí, pensando en la gran cantidad de posibilidades que se les abrirían en sus vidas para enmendarlas. La comarca del Jalón se había enriquecido notablemente llegando incluso a acuñar sus propias monedas. La vida fluía de forma creciente por sus calles, pero aquel sueño se convirtió de repente en la peor de las pesadillas.
Segeda era ya historia. Caro lo sabía.

Los segedenses disponían de limitados recursos para reponerse de un varapalo ante cualquier enfrentamiento bélico. Sin embargo Roma podía cubrir inmediatamente los huecos que quedaban libres en sus ejércitos. Podías machacar a sus legiones en el campo de batalla y estas se levantaban de nuevo; los masacrabas, pero ellos volvían con otras nuevas. Era una guerra desigual en todos los aspectos.