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Autor anónimo
(obra continuadora a Gayo Julio Cesar)
Comentarios de la Guerra de España
I. Vencido Farnaces y reconquistada el
África, los que escaparon de aquellas derrotas entraron en España con Cn.
Pompeyo el mozo, el cual apoderado de la provincia Ulterior, mientras César se
detenía repartiendo premios en Italia, empezó a encomendarse a la fidelidad de
algunas ciudades, para adquirir más fácilmente tropas con que hacer
resistencia. Habiendo, pues, juntado un mediano ejército, parte por ruegos y
parte por fuerza, se dio a destruir la provincia. En este estado unas ciudades
le enviaban socorros voluntariamente, otras por el contrario le cerraban las
puertas. De las cuales si tomaba algunas por fuerza y en ellas encontraba algún
ciudadano que hubiese hecho buenos servicios a su padre Cn. Pompeyo, y fuese
hombre rico, al instante se le forjaba una causa para quitarle del medio y
hacer a su riqueza presa de malvados. Ganando a sus contrarios con algunos
provechos de esta clase, cada día se aumentaban más sus tropas; y por lo mismo
las ciudades opuestas pedían con continuos correos a la Italia que se acudiese
a su socorro.
II. Siendo César dictador tercera vez, y
nombrado de nuevo para el año siguiente, después de tantas expediciones,
habiendo venido a concluir la guerra de España, salieron a recibirle unos
diputados de Córdoba; que habían abandonado la facción de Pompeyo; los cuales
le dijeron que aquella misma noche se podría tomar la ciudad, porque aun no
sabían sus contrarios que él estaba en la provincia, y habían sido sorprendidos
los correos que Pompeyo tenía dispuestos por varias partes para que le avisasen
de su venida. Además de éstas le propusieron también otras cosas verosímiles,
movido de las cuales hizo saber su llegada a Q. Pedio y a Q. Fabio Máximo, sus
lugartenientes, a quienes había dejado el mando de las tropas, con orden de que
le enviasen las de a caballo que hubiesen levantado en la provincia; pero vino
a incorporarse con ellos más presto de lo que pensaban, y así no tuvo como
deseaba la escolta de la caballería.
III. Estaba a la sazón Sexto, hermano de Cn.
Pompeyo, con guarnición en Córdoba, que pasaba por capital de la provincia, y
Cn. Pompeyo se ocupaba ya hacía algunos meses en el cerco de Montemayor. Luego
que se supo aquí la llegada de César, «salieron diputados, burlando las
centinelas de Pompeyo, a suplicarle que los socorriese cuanto antes le fuese
posible. César, sabiendo que aquella ciudad había servido con mucha lealtad en
todos tiempos al Pueblo Romano, mandó a cosa de las nueve de la noche partiesen
seis cohortes con igual número de gente de a caballo, a los cuales dio por cabo
un oficial conocido en la provincia y muy inteligente, llamado J. Junio
Pacieco. Llegó éste con las tropas al campo de Pompeyo, a tiempo que se levantó
una gran tempestad, con tan furioso viento, que impedía el verse unos a otros,
y aun el conocer cada uno al que iba a su lado. Esta misma incomodidad les fue
muy provechosa, porque cuando llegaron, mandó Pacieco que marchasen los
caballos de dos en dos, enderezándose derechamente a la ciudad por medio del
campo enemigo. Mas como algunos de los cuerpos de guardia les preguntasen
quiénes eran, uno de los nuestros les respondió que callasen, que importaba
acercarse a la muralla para sorprender la ciudad. Así las centinelas, parte
impedidas por la tempestad, no podían observar con atención, parte se aquietaban
con esta respuesta. En llegando a las puertas, hicieron una seña, con que
fueron introducidos por los ciudadanos. Entonces levantando el grito la
infantería y caballería, y dejando parte de los suyos en puestos convenientes,
hicieron una salida a los reales contrarios, que como les cogió de sobresalto,
se creyeron todos perdidos.
IV. Enviada esta guarnición a Montemayor,
para apartar César de este sitio a Pompeyo, dirigió sus pasos a Córdoba.
Destacó sobre la marcha con la caballería una partida de gente esforzada de las
legiones, los cuales, cuando estuvieron a la vista de la ciudad, se pusieron a
las ancas de los caballos. Esto no lo podían advertir los cordobeses. Y así
cuando los vieron llegar cerca, salió un número considerable de la ciudad con
resolución de deshacer aquella banda de a caballo. En esto echaron pie a tierra
los legionarios que dije, y los atacaron con tanta furia, que de una multitud
casi innumerable, volvieron muy pocos a la plaza. Conmovido Sexto Pompeyo de
esta desgracia, escribió a su hermano que viniese con prontitud a socorrerle,
no fuese que tomase César a Córdoba antes de que él llegase. En vista de esta
carta de su hermano, Cn. Pompeyo, estando ya a punto de tomar a Montemayor,
levantó el cerco, y tomó con sus tropas la vuelta de Córdoba.
V. Habiendo llegado César al Guadalquivir, y
no pudiendo vadearle por su profundidad, hizo echar en él unos grandes cestos
llenos de piedras, sobre los cuales construyó un puente de dos filas de gruesas
vigas, que enlazadas tomaban desde el principio del puente hasta el otro cabo
de la parte de la ciudad, y así pasó el ejército en tres veces. Pompeyo vino
con sus tropas al mismo paraje y acampó enfrente de él. César, para quitarle la
comunicación de la ciudad y cortarle los víveres, hizo levantar una trinchera
desde su campo hasta el puente. Lo mismo y con el mismo designio hizo Pompeyo.
Aquí entró la disputa entre los dos generales, sobre quién ocuparía primero el
puente, por lo que se trataban diariamente continuas escaramuzas, en que ya unos,
ya otros quedaban superiores. Mas llegando a mayor empeño, vinieron unos y
otros a las manos en sitio desigual; pues con cuanta más porfía pretendían
ganar terreno, tanto más los estrechaba la inmediación del puente, y con la
misma estrechez, acercándose a la orilla del río, se precipitaban en él, donde
no sólo morían unos sobre otros, sino que se hacían montones de cadáveres. Así
estuvo César muchos días haciendo vivas diligencias por sacar a los enemigos a
campo raso y dar cuanto antes fin a la guerra.
VI. Mas viendo que el enemigo no estaba de
este parecer, aunque él le había apartado del camino para traerle a lo llano,
pasó por la noche el río con sus tropas, mandando hacer grandes fuegos en el
campo, y tomó la vuelta de Teba la vieja, que era una de las plazas más fuertes
del enemigo. Avisado de esto Pompeyo por los desertores, hizo retirar aquel día
muchos carros y ballestas que había dejado en el camino por ser embarazado y
estrecho, y se entró en Córdoba. César empezó el sitio de Teba la vieja con
atrincheramientos y líneas de circunvalación, de lo cual informado Pompeyo,
partió aquel día de Córdoba. Adelantó César a su venida el apoderarse de muchos
fuertes para su resguardo, parte donde pudiesen estar varios destacamentos de
caballería, y parte donde asistiesen de día y de noche partidas de infantería
para defensa de los reales. Sucedió casualmente que al llegar Pompeyo había una
niebla muy espesa; de suerte que, al favor de aquella oscuridad, cercaron
algunas de sus cohortes y escuadrones de caballos a las partidas de César,
haciendo en ellas tal destrozo, que muy pocos salvaron las vidas.
VII. La noche siguiente dio Pompeyo fuego a
su campo, y pasando el río Guadajos, fue a acampar, atravesando unos valles, en
una eminencia entre las dos ciudades, Teba la vieja y Lucubis. César empezó a
hacer manteletes y zarzos en sus fortificaciones y las demás obras
pertenecientes al sitio de la plaza. Es el país montuoso, y propio por
naturaleza para la guerra. El río Guadajos atraviesa por medio del llano, pero
más cerca de Teba la vieja, que sólo dista de él como dos millas. Pompeyo
mantenía su campo enfrente de la ciudad en las alturas a vista de las dos
ciudades, sin atreverse a dar socorro a los cercados. Tenía consigo las águilas
de trece legiones; mas en las que él ponía más confianza de su valor eran dos
de la provincia que habían dejado a su capitán Trebonio, una formada de las
colonias del país y otra de las de Afranio, que el mismo Pompeyo trajo consigo
de África. Las demás se componían de tropas auxiliares de fugitivos; en orden a
infantería y caballería eran muy superiores los nuestros, así en número como en
valor.
VIII. Añadíase a esto el poder Pompeyo
alargar más la guerra, por ser el terreno quebrado y montuoso, y por lo mismo,
muy a propósito para formar un campamento bien fortificado y porque toda esta
tierra de la España Ulterior es muy difícil de atacar, por su fecundidad y la
mucha abundancia de aguas. Además de esto, todos los puestos desviados de las
ciudades están defendidos de las incursiones repentinas de los bárbaros con
torres y fortificaciones, cubiertas aquéllas, como en el África, no con teja,
sino con argamasa, en las cuales tienen atalayas, desde donde por su grande
elevación descubren mucha tierra. Fuera de esto, gran parte de las ciudades de
esta provincia están resguardadas con los montes y situadas en muy ventajosos
puestos, que las hace muy difíciles de atacar y entrar por fuerza. De suerte
que la misma naturaleza del terreno las defiende de los ataques y con
dificultad se toman las ciudades de esta parte de España, como sucedió en esta
guerra. Porque estando acampado Pompeyo entre las dos ciudades dichas, Tebas la
vieja y Lucubis, y a la vista de entrambas, había a distancia de cuatro millas
de su campo una eminencia situada ventajosamente, llamada el campo de Postumio,
donde había levantado César un fuerte para poner en él guarnición.
IX. Pompeyo, que estaba cubierto con la misma
eminencia, según la disposición del terreno bastante separada de los reales de
César, conocía la ventaja de aquel puesto y creía que no se aventuraría César a
enviar a él nuevo refuerzo, así por ser difícil, como por mediar el río
Guadajos. Fiado en esta opinión, partió de su campo a medianoche a asaltar el
fuerte, para libertar de este peligro a los sitiados. Viéndole acercar los
nuestros levantaron de repente el grito y le dispararon una carga de dardos,
con que le hirieron mucha gente. Lo cual hecho, puestos en defensa del fuerte,
y despachado aviso a César a los reales mayores, salió éste con tres legiones,
a cuya vista, como huyesen los enemigos atemorizados, murieron muchos, y muchos
más quedaron prisioneros; otros abandonaron las armas, de los cuales se
llevaron al campo ochenta escudos.
X. Al día siguiente llegó de Italia Arguecio
con tropas de a caballo, trayendo consigo cinco banderas que había ganado a los
saguntinos. No fue recibido con la mayor estimación, por haber llegado ya a
César la caballería de Italia con Asprenas. Esta misma noche dio fuego Pompeyo
a su campo y tomó la vuelta de Córdoba. Un rey llamado Indo, que había venido a
acompañar a César con tropas de a pie y de a caballo, empeñado con demasiado
ardor en perseguir al enemigo, fue preso y muerto por algunos legionarios del
país.
XI. Al día siguiente siguió nuestra
caballería bien lejos de la plaza, hasta cerca de Córdoba, a los que conducían
víveres desde la ciudad a los reales de Pompeyo, de los cuales hicieron
prisioneros cincuenta hombres con sus caballerías, y fueron conducidos al
campo. Este mismo día se pasó a nosotros Q. Marcio, que servía de tribuno de
los soldados a Pompeyo, y a eso de medianoche se trabó una recia batalla sobre
la ciudad, desde donde echaban a los nuestros fuegos arrojadizos con mucha
abundancia y con cuantas artes y medios se suelen disparar. Después se pasó a
nuestro campo el caballero romano C. Fundanio.
XII. Al día siguiente hizo prisioneros
nuestra caballería dos soldados de una de las legiones del país, los cuales
dijeron que eran esclavos; pero entrando en el campo, fueron conocidos de los
soldados que antes servían a las órdenes de Fabio y Pedio, y habían desamparado
a Trebonio. No hubo medio de perdonarles, y así fueron muertos por nuestros
soldados. Al mismo tiempo se cogieron unos correos enviados de Córdoba a
Pompeyo, que vinieron a dar incautamente a nuestros reales, a quienes se
cortaron las manos, y se les puso en libertad. A cosa de las nueve de la noche,
siguiendo su costumbre, estuvieron largo tiempo los sitiados arrojando una
multitud de fuegos y dardos, con que hirieron a muchos de los nuestros. Al alba
hicieron una salida contra la legión sexta que estaba ocupada en la
fortificación; pelearon con gran denuedo, pero contuvieron los nuestros su
furia, aunque combatían los sitiados en puesto ventajoso. Así aunque intentaron
la salida, rechazados por el valor de los nuestros, a pesar de la desigualdad
del sitio, se retiraron muy heridos a la ciudad.
XIII. El día siguiente empezó Pompeyo a abrir
una trinchera desde su campo al río Guadajos, y habiendo encontrado mayor
número de los suyos a una partida nuestra de a caballo de guardia, la echaron
del puesto y mataron tres soldados. Este mismo día A. Valgio, hijo de un
senador, y que tenía otro hermano en el campo de Pompeyo, tomó un caballo y
huyó, dejando todas sus cosas. Se apresó y dio muerte por nuestros soldados a
un espía de la legión segunda de Pompeyo. A este tiempo dispararon de la plaza
una bala en que venía escrito que se pondría a la vista un escudo el día que
podrían acercarse a tomar la ciudad. Con esta esperanza, creyendo algunos que
podrían escalar sin riesgo el muro y apoderarse de la plaza, empezaron al oía
siguiente a zapar el muro, y con efecto se derribó un gran pedazo del exterior.
Sorprendidos en este hecho fueron conservados por los sitiados, como si fueran
de su facción, y por ellos pedían la libertad para los legionarios y para
aquellos a quienes Pompeyo había destinado a la defensa de la plaza. César les
respondió que estaba acostumbrado a dar la ley, no a recibirla. Vueltos a la
ciudad con esta respuesta, levantaron el grito, dispararon todo género de armas
arrojadizas y se pusieron en defensa todos alrededor de la muralla, por lo que
la mayor parte de los nuestros se persuadió a que harían aquel día alguna
salida. Y así se dio un asalto general, en que se peleó por algún tiempo con
mucho denuedo. Un tiro de ballesta disparado por los nuestros derribó una
torre, en que perecieron cinco hombres que estaban dentro, y un muchacho que
avisaba cuando funcionaba la ballesta.
XIV. Después de algún tiempo levantó Pompeyo
un fuerte de la otra parte del río Guadajos, y no siendo estorbado por los
nuestros, se dejó llevar de la falsa gloria de haber ocupado un puesto casi en
el recinto de nuestras líneas. Al día siguiente se adelantó un poco más, como
solía, y llegando a un paraje donde estaba de guardia una partida nuestra de
caballería, destacó algunos escuadrones con infantería ligera, que dieron de
improviso sobre los nuestros, los desbarataron, y por su corto número y traer
tropas ligeras, quedaron atropellados y deshechos entre sus centurias. Pasaba
esto a la vista de uno y otro campo, y se iban ensoberbeciendo con arrogancia
los pompeyanos, por haber empezado a seguir el alcance a algunos de los
nuestros que iban huyendo; los cuales, llegando adonde fueron sostenidos por
otras partidas nuestras, puestos en ademán de hacer frente, y levantando el
grito, según su costumbre, no quisieron los enemigos aceptar la batalla.
XV. Sucede, por lo regular, en los ejércitos
con los encuentros de a caballo, que cuando la caballería echa pie a tierra
para pelear con la infantería, lleva aquélla lo peor; pues al contrario sucedió
en el presente combate. Vino una tropa ligera y escogida para la acción a dar
sobre nuestra caballería cuando menos lo pensaba y conocida la calidad de la
gente, echaron pie a tierra muchos de los nuestros, de suerte que a poco tiempo
peleaban los peones a caballo y los de a caballo a pie, llegando a combatirse
hasta muy cerca de los atrincheramientos. En este choque murieron ciento
veintitrés de los contrarios, muchos fueron despojados de las armas y no pocos
obligados a refugiarse llenos de heridas a la plaza; de los nuestros murieron
tres y quedaron heridos doce infantes y cinco caballos. En el mismo día,
después de esta acción, se dio, como de ordinario, un asalto a la muralla.
Después de haber arrojado a los nuestros, que no dejaban de resistirse con
brío, una gran multitud de dardos y fuegos, cometieron los de Pompeyo una
maldad horrible y abominable, pues empezaron a degollar a los huéspedes, que se
hallaban en la ciudad, a vista nuestra, y a echarlos del muro abajo como
bárbaros, cosa sin ejemplar en la memoria de los hombres.
XVI. Al respirar el día enviaron los
pompeyanos un correo a la plaza, sin que lo entendiesen los nuestros, para que
aquella noche diesen fuego a las torres y trincheras, e hiciesen una salida a
medianoche. Así que, disparando una inmensa multitud de dardos y fuegos, con
que consumieron gran parte de la muralla, abrieron la puerta que estaba
enfrente del campo de Pompeyo e hicieron todas las tropas una salida, sacando
al mismo tiempo faginas para cegar los fosos y garfios de hierro para
desbaratar y pegar fuego a las barracas de paja que habían hecho los nuestros
por causa del frío. Trajeron, además, alhajas de plata y vestidos, para que
mientras se ocupaban los nuestros en el pillaje, pudiesen deshacerlos y
retirarse al campo de Pompeyo, el cual, pensando que saldrían con su intento,
estuvo toda la noche formado en batalla de la otra parte del río. Mas aunque
acometieron la acción sin saber nada los nuestros, con todo, animados de valor,
los rechazaron y retiraron llenos de heridas otra vez a la plaza, se apoderaron
de la presa y armas, y aun hicieron muchos prisioneros, que fueron muertos al
otro día. Al mismo tiempo se pasó de la plaza un soldado, que dio noticia de
que había salido Junio de una mina donde estaba, diciendo a voces, después de
aquel destrozo de los ciudadanos, que habían caído en una grave y abominable
maldad, que ningún delito habían cometido aquellos infelices, porque fuesen
merecedores de aquel suplicio; pues los recibieron al abrigo de sus aras y
hogares y ahora dejaban violado y manchado el derecho de hospitalidad; que al
tenor de éstas había añadido otras razones, movidos de las cuales cesaron en
aquella carnicería.
XVII. Al día siguiente vinieron al campo de
César, como diputados de la guarnición, Tulio y Catón Lusitano, y tomando aquél
la palabra, le habló en esta sustancia: «Ojalá hubieran dispuesto los dioses
inmortales que fuera yo tu soldado y no de Cn. Pompeyo y que mostrase
constancia en tu victoria y no en su desgracia, supuesto que sus funestos
elogios han venido a parar a la triste suerte de que los ciudadanos romanos,
faltos de todo socorro, seamos entregados como enemigos por desgracia de
nuestra patria, no habiendo experimentado en sus prósperos sucesos aquella
primera fortuna, ni alcanzado en su derrota alguna victoria favorable.
Nosotros, que hemos resistido el valor de tus legiones, esperado día y noche en
los reparos el corte de las espadas y el tiro de los dardos, vencidos y
desamparados de Pompeyo, rendidos a tu valor, pedimos la vida a tu clemencia y
te suplicamos te muestres en la rendición de tus ciudadanos cual te has
mostrado a los extranjeros. » César le respondió: «Cual me he mostrado a los
extranjeros, me mostraré en la rendición de los ciudadanos. »
XVIII. Despedidos de César los diputados, no
siguió Tiberio Tulo a Antonio que entraba, sino que volvió a la puerta y echó
mano a un hombre. Viendo esto Antonio, saco un puñal con que le hirió en una
mano, y ambos se pasaron al campo de César ...(parte del texto perdida en el tiempo)... Al mismo tiempo se pasó un alférez de la legión primera
y dijo que el día de la batalla ecuestre habían muerto treinta y cinco soldados
de su bandera, pero que no se podía hablar palabra en el campo de Pompeyo, ni
decir que faltaba alguno. Un siervo, cuyo señor se hallaba en el campo de César
y había dejado en la ciudad a su mujer y un hijo, dio muerte a su señor y se
pasó con secreto de los reales de César a los de Pompeyo, y disparó una bala
con un escrito en que informaba a César de las prevenciones que se hacían para
defensa de la plaza. Recibidos así algunos avisos, habiéndose entrado en la
ciudad los que con balas los enviaban, se pasaron dos hermanos portugueses, que
contaron la plática que había tenido Pompeyo, es a saber, que supuesto que él
no podía socorrer la plaza, se saliesen de noche sin ser vistos hacia la
marina; y que habiendo uno de los presentes replicado que mejor era salir al
campo de batalla, que dar señal de fuga, al punto se le dio muerte. A este
tiempo se cogieron dos correos y César hizo tirar las cartas a los sitiados. A
uno de ellos, que le pedía la vida, le mandó que pusiere fuego a una torre de
madera de los sitiados, prometiéndole que si lo hacía le concedería cuanto le
pidiese. Era muy difícil incendiarla sin riesgo. El ...(parte del texto perdida en el tiempo)... al tiempo de acercarse a la torre de madera fue
muerto por los sitiados. Esta misma noche informó un desertor que Pompeyo y
Labieno se habían indignado dé la matanza ejecutada en los ciudadanos.
XIX. A eso de las nueve de la noche se abrió
por el pie una de nuestras torres de madera por la multitud de dardos que la
disparaban, hasta el segundo y tercer alto. Al mismo tiempo se trabó un recio
choque junto a la muralla, e incendiaron los sitiados una torre nuestra,
aprovechándose de un viento favorable. Al romper del día siguiente se arrojó
del muro una matrona, y pasándose a nuestro campo, dijo que tenía resuelto
pasarse con toda su familia, pero que toda ésta había sido presa y pasada por
la espada. Poco tiempo después arrojaron del muro unas tablas en que estaba
escrito esto: «L. Minucio a César. Si me concedes la vida, puesto que me ha
desamparado Pompeyo, cual he sido para con él, tal me experimentarás hacia ti
en el valor y constancia. » Al mismo tiempo vinieron a César los mismos
diputados de la plaza que antes, diciéndole, que si les hacía merced de las
vidas le entregarían al día siguiente la ciudad. Respondióles que era César y
cumpliría su palabra. A consecuencia de esto se rindió la plaza antes del 19 de
febrero, y fue aclamado capitán general.
XX. Informado Pompeyo por algunos fugitivos
de la rendición de la plaza, levantó su campo, y dirigiéndose a Lucubis,
dispuso levantar fuertes en todos los alrededores y mantenerse dentro de sus
reparos. En este tiempo se pasó por la mañana a nuestro campo un soldado de la
legión del país y dijo que Pompeyo había convocado a los vecinos de Lucubis y
les había dado orden de que averiguase con toda diligencia quiénes eran de su
partido y quiénes favorecían las armas victoriosas de sus enemigos. A poco
tiempo se encontró dentro de una mina, en la plaza tomada, al esclavo que
dijimos había dado muerte a su señor, y fue quemado vivo. No mucho después se
pasaron ocho centuriones de la legión del país, y nuestra caballería tuvo una
escaramuza con la de los enemigos, en que murieron de las heridas algunos de la
infantería ligera. Esta noche se cogieron tres esclavos espías, y un soldado de
la legión del país: los siervos fueros ahorcados, y al soldado se le cortó la
cabeza.
XXI. El día siguiente se pasó a nuestro campo
una partida de caballos con alguna infantería ligera. Al mismo tiempo salieron
once caballos enemigos a nuestros aguadores, mataron algunos y a otros hicieron
prisioneros; pero de los caballos quedaron ocho prisioneros. El día siguiente
mandó Pompeyo degollar setenta y cuatro personas, que se decía afectas al
partido de César; a los demás hizo retirar a la plaza, de los cuales se
escaparon ciento veinte al campo de César.
XXII. Después de este suceso los naturales de
Osuna, que se hallaban en Teba la vieja, salieron como diputados en compañía de
algunos de los nuestros, para dar cuenta de lo sucedido a los de su ciudad y
hacerles reconocer lo que tenían que esperar de Pompeyo, viendo degollar a sus
huéspedes y otras muchas maldades que ejecutaban en aquellos que le recibían en
sus pueblos para su defensa. Al llegar a la ciudad los nuestros, que eran
caballeros y senadores romanos, no se atrevieron a entrar, sino los moradores
de ella. Dadas y recibidas varias respuestas de una y otra parte, cuando ya se volvían
a los nuestros, que se habían quedado fuera, salieron siguiéndolos del
presidio, y de encono mataron a los diputados, de los cuales dos que quedaron
volvieron a dar parte del suceso a César. Ellos despacharon espías a Teba la
vieja; y habiendo averiguado que la razón de los diputados era como la habían
propuesto, se alborotaron, y acometiendo al que los había muerto, empezaron a
apedrearle y querer haberle a las manos, diciendo que por él se había perdido.
Él, apenas libre del riesgo, les pidió permiso para salir por su diputado para
dar satisfacción a César. Dada esta facultad, salió de la plaza, y previniendo
una escolta y juntándosele un buen número de gente, fue introducido de noche en
la ciudad con engaño, hizo gran matanza en ella, acabó con los principales, que
le habían sido contrarios, y se alzó con el mando. Después de algún tiempo se
pasaron algunos siervos a nuestro campo, y dijeron que se vendían los bienes de
los vecinos y a ninguno se permitía salir de la trinchera, sino desceñido, porque
desde el día que se rindió Teba la vieja, muchos, poseídos del temor y sin
esperanza alguna de la victoria, se refugiaban a la Extremadura; de suerte que
si alguno de los nuestros se pasaba a su campo, se le destinaba a la infantería
ligera y no recibía más paga que diez ases cada día.
XXIII. En los días siguientes acampaba César
siempre más inmediato al enemigo y empezó a levantar una línea hasta el río
Guadajos. Mientras estaban los nuestros ocupados en la obra, salieron contra
ellos los enemigos desde un puesto ventajoso y en número considerable, y no
separándose los nuestros del trabajo, recibieron fuertes descargas de dardos,
con que quedaron muchos heridos. Aquí, como dijo Enio, perdieron los nuestros
algún terreno. Y advirtiendo, fuera de toda costumbre, que iban cediendo,
pasaron el río dos centuriones de la quinta legión y restituyeron la batalla; y
haciendo otros muchos cosas de gran valor, pereció el uno a la multitud de
dardos que desde el puesto ventajoso le disparaban. El otro, que empezaba a hacer
igual el combate, viendo que le cercaban por todas partes, al querer retraerse
tropezó y cayó en el suelo. Vista por muchos la caída de este varón, acudió
sobre el gran número de los enemigos. Pasó entonces el río nuestra caballería,
y empezó a retirarlos hasta sus trincheras. Los cuales, cebados más de lo justo
en la matanza dentro ya de sus líneas, se vieron cortados por los escuadrones
de a caballo y las tropas ligeras; y si no fueran personas de tanto valor,
quedaran todos prisioneros, porque de tal manera los estrechaba la
fortificación, que apenas se podían manejar por lo angosto del terreno.
Quedaron heridos muchos en los dos encuentros, y entre ellos Clodio Aquicio,
pero aunque se vino de cerca a las espadas, volvieron los nuestros con la gloria
de no haber perdido un hombre, fuera de los dos centuriones.
XXIV. Al otro día se vinieron a avistar los
dos ejércitos junto a Soricaria. Empezaron los nuestros a abrir trincheras; mas
viendo Pompeyo que se le cortaba la comunicación del fuerte de Espejo, distante
cinco millas de Lucubis, se vio en precisión de dar la batalla. Mas no se
aventuró a ella en campo raso, sino que desde una altura que ocupaba quiso
ganar otra más elevada, aunque para esto había de pasar por un paraje nada
ventajoso. Por lo que, dirigiéndose los dos ejércitos a ocupar aquella altura,
fueron preocupados por los nuestros los enemigos y echados de todo el llano,
cosa que hacía ventajosa la batalla a los nuestros. Como los enemigos se
retiraban por todas partes, se hizo gran matanza en ellos, a quienes salvó la
montaña, no su valor; y aun de esté auxilio se les despojara enteramente,
aunque con inferior número, si no hubiera sobrevenido la noche. Murieron de su
infantería ligera trescientos veinticuatro soldados, y de legionarios ciento
treinta y ocho, además de otros muchos, cuyas armas y despojos se trajeron a
los reales.
XXV. Al día siguiente, habiendo venido al
mismo paraje sus partidas de a caballo, hacían lo mismo que oirás veces, pues
nadie sino la caballería tenía ánimo para presentarse en terreno igual. Estando
los nuestros ocupados en los trabajos, empezaron las tropas de a caballo a
tener algunas escaramuzas, y juntamente los legionarios con grandes voces, como
pidiendo lugar; de modo que acostumbrados a seguir a las partidas de caballos,
se podía pensar que venían dispuestos a la batalla. Salieron los nuestros bien
lejos por un hondo valle e hicieron alto en la llanura en terreno igual. Mas
ellos sin duda no se atrevieron a bajar a campo raso, sino Antistio Tarpión,
que fiado en sus fuerzas entró en la presunción de que no había en el campo
contrario quien le pudiese hacer frente. Aquí se vio, como dicen, el combate de
Aquiles con Memnón. Q. Pompeyo Niger, caballero romano de Itálica, salió de
nuestro ejército a sostener el combate. Como la ferocidad de Antistio había
llamado la atención a todos, aun de los que estaban en la obra, los dos
ejércitos se pusieron a ver esta batalla singular. Era dudosa la victoria entre
los dos campeones; y así parecía que su combate iba a decidir la suerte de los
dos ejércitos. Tan deseosos y afectos cada uno al de su partido ...(parte del texto perdida en el tiempo)... tenían divididas entre sí la voluntad de los
experimentados y de sus favorecedores. Entraron en la llanura con brioso ademán
para combatirse, ambos cubiertos con escudos muy relucientes y hermosísimos por
el grabado. Cuya batalla se hubiera concluido luego, a no ser que la infantería
ligera, que como dijimos estaba no lejos de los reales, para sostener a su
caballería ...(parte
del texto perdida en el tiempo)... Al
recogerse nuestra caballería al campo, partieron en su seguimiento los
contrarios con demasiada codicia. A este tiempo, levantando los nuestros el
grito, cerraron todos con los enemigos, que poseídos del miedo, y puesto en
fuga, se retiraron a los reales con pérdida de mucha gente.
XXVI. Regaló César a la centuria de Casio en
premio de su valor trece mil sestercios; al capitán dos collares de oro, y diez
mil sestercios a la infantería ligera. Pasáronse este día A. Bevio, C. Flavio y
Aulo Trebelio, caballeros romanos de Jerez, cubiertos de armaduras casi enteras
de plata. Dijeron que todos los caballeros romanos que se hallaban en el campo
de Pompeyo habían convenido entre sí pasarse al nuestro, pero que por delación
de un siervo habían sido todos presos, y que ellos se habían escapado hallando
oportunidad para ello. También se interceptó este día una carta que enviaba
Pompeyo a Osuna, de este tenor: «Si estáis con salud, me alegro; yo también lo
estoy. Aunque por fortuna tenemos rechazados hasta ahora a los enemigos con
gran satisfacción nuestra, con todo, si se aventuraran a venir a las manos en
sitio proporcionado, concluyera la guerra más presto de lo que pensáis. Pero no
se atreven a exponer su ejército bisoño al trance de una batalla, y así van
alargando la guerra al amparo de nuestros fuertes. Cercan a cada una de las
ciudades, de donde se surten de víveres, por lo que yo conservaré los de
nuestro partido, y cuanto antes sea posible daré fin a la guerra. Tengo ánimo
de enviaros algunas cohortes, y no hay duda que quitándoles el refugio de
víveres en nuestros pueblos, vendrán precisamente a la batalla. » Poco después,
estando los nuestros descuidados en las obras, nos mataron algunos caballos que
estaban haciendo leña en un olivar. Pasáronse después unos esclavos a nuestro
campo, y dijeron que era mucho el temor desde el 5 de marzo, en que se dio la
batalla cerca de Soricaria, y que andaba Acio Varo reconociendo todos Tos
fuertes con gran cuidado.
XXVII. Este día levantó Pompeyo el campo, y
sentó en un olivar de Sevilla. Antes de partir César al mismo paraje, se vio la
luna a las doce del día. De aquí levantó Pompeyo su campo hacia Lucubis y mandó
a la guarnición que había dejado en ella que dando fuego a la plaza se volviese
a los reales mayores. A poco tiempo puso sitio César a Ventisponte, la cual se
rindió. Tomó después el camino de Canica porque había cerrado las puertas a sus
presidios.
Un soldado que dio muerte en los reales a un hermano suyo, fue descubierto por los nuestros y le mataron a palos. Desde aquí continuó César su marcha y llegando al campo de Munda, puso su real enfrente de Pompeyo.
Un soldado que dio muerte en los reales a un hermano suyo, fue descubierto por los nuestros y le mataron a palos. Desde aquí continuó César su marcha y llegando al campo de Munda, puso su real enfrente de Pompeyo.
XXVIII. Al día siguiente, queriendo César
proseguir la marcha, le avisaron los corredores que Pompeyo había estado
formando en batalla desde medianoche. Con esta noticia dio señal de batalla.
Pompeyo había sacado sus tropas al campo, porque había escrito poco antes a los
de Osuna, que favorecían su partido, que César no quería exponerse a bajar a lo
llano, por ser bisoño la mayor parte de su ejército. Estas cartas mantenían
constantes los ánimos de los moradores, y él, llevado de la misma esperanza,
creía que le saldría bien todo cuanto intentase, pues estaba defendido de la
naturaleza del terreno y de la fortificación de la misma plaza donde tenía sus
reales. Porque, como arriba dijimos, todo este terreno es montuoso y metido
entre cerros, sin que ninguna llanura los separe.
XXIX. Mas no nos ha parecido pasar en
silencio lo que sucedió a la sazón. Mediaba entre los dos campamentos una
llanura de cerca de cinco millas; de suerte, que las tropas de Pompeyo estaban
al amparo de dos defensas: la primera, de la situación elevada de la ciudad, y
la otra, de la naturaleza del terreno. Desde aquí empezaba a extenderse la
llanura cortada por un riachuelo, que hacía muy difícil el ataque de su campo,
porque corría hacia la derecha, dejando el terreno pantanoso y lleno de
concavidades. Al ver César formado su ejército no dudó que avanzarían hasta la
mitad del llano a dar la batalla. Pasaba el lance a vista de todos. Favorecía
el paraje con la llanura al manejo de la caballería y convidaba también la
serenidad del día y el sol, que no parecía sino que los dioses inmortales
proporcionaban este tiempo excelente y sumamente apetecible para dar la batalla.
Alegrábanse los nuestros, y no faltaban quienes también temían, viéndose con
tal coyuntura, que el trance de una hora iba a decidir la suerte de los
intereses y fortunas de todos. Avanzaron los nuestros en ademán de atacar,
pensando que harían lo mismo los enemigos, pero éstos no se atrevían a
separarse más de una milla de la fortificación de la plaza, resueltos a pelear
al amparo de sus murallas. Los nuestros fueron avanzados más, y entretanto, la
ventaja del sitio convidaba a los enemigos a pretender con tan buena proporción
la victoria. Mas con todo no se movían un paso de su propósito de no alejarse
de su puesto ventajoso y de la ciudad. Marchó nuestra gente con paso lento
hasta muy cerca del río, sin quererse ellos mover para aprovecharse de esta
ventaja.
XXX. Constaba su ejército de trece legiones,
cubiertos los lados con la caballería, y además seis mil hombres de infantería
ligera. A estas tropas se añadía casi otro tanto número de auxiliares. Nuestras
tropas eran ochenta cohortes y ocho mil caballos. Habiendo llegado los nuestros
al terreno desigual al cabo de la llanura, estaba prevenido el enemigo del otro
lado en puesto ventajoso, y era muy expuesto el pasar al terreno más elevado.
Advertir esto por César, para no emprender temerariamente un lance aventurado
por falta suya, señaló el terreno hasta donde sus tropas debían avanzar. Mas
llegado esto a oídos de todos, llevaban muy a mal que se les estorbase el poder
dar una batalla decisiva. Esta detención hizo más animosos a los enemigos, pensando
que a las tropas de César las embargaba el miedo de venir a las manos.
Engreídos con esta opinión, se fueron exponiendo a un paraje menos ventajoso,
pero adonde todavía no podían acercarse los nuestros sin grave peligro. Tenían
su puesto los decumanos en el ala derecha; en la izquierda las legiones tercera
y quinta, y también las tropas auxiliares y la caballería. Al fin trabóse la
batalla con gran gritería.
XXXI. Aunque los nuestros eran superiores en
el valor, con todo, se defendían acérrimamente los contrarios con la ventaja
del terreno, y unos y otros levantaban gran vocerío y hacían valientes
embestidas para dar sus descargas, de suerte, que casi desconfiaban los
nuestros de la victoria. Porque el arremeter y la grita con que suelen
amedrentarse mucho los enemigos, eran en comparación iguales. Y así, habiendo
traído a la pelea igual valor y denuedo, murió una gran multitud de los
enemigos amontonada y atravesada de nuestros dardos. Dijimos arriba que
ocupaban el ala derecha los decumanos, los cuales, aunque pocos, por el exceso
de su esfuerzo, atemorizaban mucho con sus hechos a los contrarios y los iban
apretando tan fuertemente, que para que los nuestros no los atacasen por el
flanco, se empezó a mover una legión de derecha a izquierda para refuerzo de
ésta. Luego que se separó la legión, empezó a cargar la caballería de César
sobre el ala izquierda de los enemigos, que, sin embargo, se defendía con el
mayor esfuerzo, y de modo que no quedaba arbitrio en el campo para socorrer a
unos ni a otros. Así que, mezclados los gritos con los gemidos, y resonando a
un mismo tiempo el batir de las espadas, llenaban de terror los ánimos de los
no experimentados. Aquí se combatía, como dijo Enio, pie con pie y arma con
arma. Al cabo empezaron los nuestros a retirar por el campo a los contrarios,
aunque peleaban con mucho esfuerzo, a quienes sirvió de amparo la ciudad. En el
mismo día de las fiestas de Baco no quedara hombre vivo, si no se hubieran
refugiado al mismo paraje de donde salieron. Quedaron en el campo de batalla
cerca de treinta mil hombres, o algo más. Entre ellos se hallaban Labieno y
Acio Varo, a quienes se hicieron las exequias, y además tres mil caballeros
romanos, parte de Italia y parte de la provincia. De los nuestros faltaron
hasta mil entre infantes y caballos, y quedaron heridos quinientos. Cogiéronse
las trece águilas de los enemigos, con las demás insignias y las fasces, y se
hicieron prisioneros diecisiete cabos principales. Éste fue el suceso de la
batalla de Munda.
XXXII. Habiéndose propuesto esta plaza por
refugio de la derrota, se vieron precisados los nuestros a circunvalarla. Las
armas y cadáveres de los enemigos sirvieron de céspedes; de sus escudos y picas
se compuso la empalizada ...(parte del texto perdida en el tiempo)... Pusiéronse encima los cadáveres, los dardos y las
cabezas puestas en orden, y vueltas hacia la plaza, para que se consternasen
los ánimos de los sitiados a vista de tales insignias de la victoria, que
formaban la línea de su circunvalación ...(parte del texto perdida en el tiempo)... Así solían los galos cercar una ciudad con los
cadáveres, picas y lanzas de sus enemigos, y luego combatirla. Huyó de la
pasada derrota Valerio el mozo con algunos caballos a Córdoba y dio cuenta del
suceso a Sexto Pompeyo, que se hallaba en esta ciudad. Con esta noticia
repartió Pompeyo el dinero que tenía entre los caballeros que le acompañaban;
dijo a los naturales que iba a tratar con César de composición y salió de la
plaza a cosa de las nueve de la noche. Cn. Pompeyo, con algunas tropas de a pie
y de a caballo, partió por otra parte hacia Tarifa, donde estaba su flota, la
cual ciudad dista de Córdoba ciento setenta millas. Cuando se halló a ocho
millas de esta plaza, les escribió de su parte P. Calvicio, que había mandado
antes su campo, que por hallarse algo enfermo le enviasen una litera en que
fuese conducido a la ciudad. En vista de esta carta fue llevado Pompeyo a
Tarifa. Los que seguían su partido se juntaron en la casa donde se hospedó
(aunque sospechaban que venía de oculto) para tomar sus órdenes acerca de la
guerra. Habiéndose juntado mucha gente, Pompeyo desde la litera se entregó a su
fidelidad.
XXXIII. Después de la acción ya dicha,
teniendo César cercada a Munda, se encaminó a Córdoba. Los que se refugiaron
aquí después de la derrota, se hicieron dueños del puente. Cuando llegaron los
nuestros, empezaron a insultarlos con mil oprobios, diciéndoles que sólo habían
quedado unos pocos de la batalla y que adonde pensaban recogerse. Y se pusieron
en defensa del puente. César pasó el río y acampó delante de la ciudad.
Escápula, cabeza de la sedición de los esclavos y libertos, habiéndose
refugiado en Córdoba después de la batalla, convocó a su familia y libertos;
mandó que le preparasen una hoguera, que le previniesen una gran cena y
cubriesen la hoguera de sus más ricos vestidos; repartió entre su familia todo
su dinero y alhajas, cenó temprano, bebió vino mezclado con resina y nardo, y
al fin mandó a un siervo y a un liberto, que había sido su concubino, al uno
que le degollase y al otro que encendiese la hoguera.
XXXIV. Luego que César sentó su campo delante
de la ciudad, se levantó gran discordia entre los habitantes, unos por César,
otros por Pompeyo; de suerte, que casi se oían sus voces en los reales. Estaban
a la sazón algunas legiones de fugitivos y siervos de los vecinos, a quienes
Sexto Pompeyo había dado libertad, los cuales fueron llegando a rendirse a
César. La legión trece se puso en defensa de la ciudad, y aunque otros lo
repugnaban, ocupó parte de los fuertes y la muralla. Los partidarios de César
le enviaron diputados de nuevo, pidiendo que entrasen las legiones en la plaza
para su socorro. Advertido esto por algunos de los fugitivos, empezaron a poner
fuego a la ciudad; pero entrando entonces los nuestros, y cerrando con ellos,
mataron veintidós mil, además de los que perecieron fuera de la muralla. Así
quedó César dueño de la ciudad. Durante esta detención los que dijimos arriba
que se habían refugiado en Munda, hicieron una salida, en que murieron muchos
de ellos y los demás fueron retirados a la plaza.
XXXV. Marchando César desde aquí a Sevilla,
vinieron diputados a pedir que les perdonase; él les ofreció conservar la
ciudad. Entró en ella su lugarteniente Caninio con una guarnición, y César
acampó extramuros. Había dentro un grueso presidio de la facción de Pompeyo,
que llevaba muy a mal se hubiese dado entrada a las tropas de César. Diputaron,
sin que lo trasluciesen los nuestros, a un tal Filón, acérrimo defensor del
partido de Pompeyo y muy conocido en Portugal, A. Cecilio Niger, llamado el
bárbaro, que acampaba junto a Lenio con un número considerable de portugueses.
Volvió éste con socorro; fue recibido otra vez de noche en la plazapor la
muralla y pasó a cuchillo las centinelas y guarnición de César. Cerráronse
luego las puertas y se pusieron de nuevo en la anterior disposición de defensa.
XXXVI. Mientras andaban en esto vinieron
diputados de Tarifa a dar parte a César cómo tenían en su poder a Pompeyo,
esperando recompensar con este servicio la falta que antes habían cometido de
cerrarle las puertas. Entre tanto, los portugueses no dejaban de atender a la
defensa de Sevilla. Y viendo César que si se empeñaba en dar un asalto, aquella
gente perdida pegaría acaso fuego a la ciudad y arruinaría sus murallas, tomando
consejo, resolvió dejarlos salir por la noche, lo cual pensaron ejecutar sin
que él lo supiese. Con efecto, salieron e incendiaron las naves que estaban en
el Guadalquivir; y mientras los nuestros se ocupaban en apagar el fuego, se
escaparon; pero dieron en manos de nuestra caballería, que acabó con todos.
Recobrada la ciudad, tomó el camino de Jerez, de donde vinieron diputados a
pedir la paz. Los que se retiraron a Munda, viéndose tanto tiempo cercados,
vinieron muchos a entregarse; y formada de todos una legión, se conjuraron a
que con cierta señal hiciesen una salida los de la plaza, y ellos en los reales
harían gran matanza. Averiguada la traición, la noche siguiente mediada ésta,
recibida la contraseña para distinguir a los de César de los adversarios,
fueron todos pasados por la espada fuera de las trincheras.
XXXVII. Los de Tarifa, mientras César rendía
de paso otras ciudades, empezaron a discordar entre sí acerca de Pompeyo: parte
eran de los que habían enviado diputados a César, y parte de los que favorecían
la facción de Pompeyo. Encendida la sedición, se ocuparon las puertas; el mismo
Pompeyo, herido, se valió del auxilio de treinta galeras y se salvó huyendo.
Fue luego avisado Didio, que mandaba la escuadra de Cádiz, y salió en su
seguimiento. Al mismo tiempo destacó por una parte caballería, y por otra
infantería, para que no se le escapase. A los cuatro días de navegación le
alcanzó, porque habiendo salido de Tarifa sin prevención de agua, hubieron de
saltar a tierra. Mientras estaban haciendo aguada se encontró Didio con la
escuadra, y unas naves incendió, y por último, apresó otras.
XXXVIII. Pompeyo escapó con pocos de los
suyos y se hizo fuerte en un paraje de ventajosa situación. Tuvieron noticia de
esto la caballería y las cohortes que se habían destacado a perseguirle, por
espías que iban delante, y así marchaban de día y de noche. Estaba Pompeyo
herido gravemente en un hombro y en la pierna izquierda, a lo que se le juntaba
haberse torcido un pie, lo cual le embarazaba mucho; de suerte, que al dejar el
puesto donde se había refugiado era menester llevarle en una litera. Un
portugués que iba delante de ella fue reconocido de la tropa de César, y así
fue cercado de la caballería y las cohortes. Era muy difícil de atacar aquel
paraje, porque Pompeyo, viéndose conocido de los nuestros por su inadvertencia,
volvió a ganar prontamente el puesto ventajoso que antes ocupaba; el cual,
aunque difícil, y que se podía defender con poca gente contra mayores tropas,
no dudaron los nuestros atacarle. Pero fueron rechazados con dardos en el
ataque, y al retirarse, los cargaban los enemigos con más denuedo, y con esto
los estorbaban más el asalto. Como esto mismo sucediese muchas veces,
conocieron los nuestros el daño que recibían, lo cual los determinó a cercarle.
Empezaron a levantar con presteza un valladar desde el pie de la colina para
poder pelear con los contrarios en igual terreno; los cuales, en vista de esto,
buscaron modo de salvarse huyendo.
XXXIX. Pompeyo herido, como se ha dicho, y
torcido un pie, no podía huir muy de prisa, y por lo escabroso del terreno, ni
a caballo ni en la litera encontraba auxilio para salvarse. Los nuestros,
perdido el fuerte y sus auxilios, corrían libremente las espadas por los
enemigos. Pompeyo fue a refugiarse a una hondonada de un valle en una caverna a
modo de gruta, adonde no le hallaran tan fácilmente los nuestros si no fuera
descubierto por unos prisioneros; allí le mataron. Estando César en Cádiz el
día 12 de abril, se trajo su cabeza a Sevilla, y se expuso a la vista de la
ciudad.
XL. Muerto Cn. Pompeyo el mozo, Didio, de
quien acabo de hacer mención, alegre de tan buen suceso, hizo sacar a tierra
algunas naves para componerlas y él se retiró a un fuerte inmediato. Los
portugueses que quedaron de la refriega volvieron a rehacerse, y vinieron a
atacar a Didio con un grueso no despreciable. No perdonaba éste diligencia para
resguardar las naves; pero le sacaban a veces del fuerte las continuas
correrías de aquella gente, los cuales, después de continuas y diarias
escaramuzas, le armaron una celada dividiéndose en tres trozos. Unos estaban
prevenidos para incendiar las naves, y una vez incendiadas, volverse a
incorporar con el grueso de sus tropas; otros estaban apostados donde, sin ser
vistos de nadie, podían venir a dar sobre el enemigo. Así, habiendo salido
Didio del fuerte con sus tropas a perseguirlos, dieron la seña los portugueses,
y pusieron fuego a las naves. A la misma seña salieron los emboscados por las
espaldas y con gran vocerío cercaron a los que habían salido a perseguir
aquellos forajidos. Murió Didio en esta acción con muchos de los suyos,
defendiéndose con gran valor. Algunos se salvaron de la refriega aprovechándose
de los esquifes que hallaron en la ribera; otros se refugiaron a nado en las
naves que estaban sobre áncoras, y cortando los cables, tomaron su derrota a
fuerza de remo. Los portugueses se apoderaron de la presa. César pasó otra vez
de Cádiz a Sevilla.
XLI. Fabio Máximo, a quien César dejó el
cargo de estrechar el sitio de Munda, adelantaba continuamente sus
trabajos...(parte del texto perdida en el tiempo)..., de tal suerte, que
estrechados los enemigos por todas partes, trataron de pelear unos con otros.
Después que se ejecutó así una matanza cruel ...(parte del texto perdida en el
tiempo)... hicieron una salida. No perdieron los nuestros la ocasión de
señorearse de la plaza, donde todos los que se encontraron quedaron
prisioneros. Desde aquí marcharon la vuelta de Osuna, ciudad defendida con
grandes fortificaciones, cuya situación muy elevada hacía muy dificultoso el
ataque, no sólo por las obras, sino por la naturaleza del terreno. Añadíase a
esto no haber más agua que la de la misma ciudad, pues en todos los alrededores
no se hallaba un arroyo en ocho millas de distancia. Favorecía esto mucho a los
habitantes, y más que en seis millas no se encontraba ni césped para levantar
trinchera ni madera para la construcción de torres. Porque Pompeyo, para dejar
a la ciudad más segura de sitio, había mandado cortar toda la leña del contorno
y meterla en la plaza. Así se veían los nuestros precisados a conducir todos
los materiales de Munda, de la cual acababan de apoderarse.
XLII. Mientras esto pasaba sobre Munda y
Osuna, habiendo pasado César de Cádiz a Sevilla, a otro día tuvo una asamblea
general, en que les hizo a la memoria «que desde el principio de su cuestura
había tomado particular afecto a esta provincia entre todas y que la hizo en
aquel tiempo cuantos beneficios pudo; que después, siendo pretor, y con algunas
más facultades por su empleo, había alcanzado del Senado que la perdonase los
impuestos que Mételo la había cargado, libertándola de la opresión de sus
pagos; que al mismo tiempo, tomándola bajo su protección, introdujo muchas diputaciones
suyas en el Senado y había defendido muchas causas públicas y privadas,
acarreándose por ello no pocos enemigos; que en su consulado, aun estando
ausente, había hecho cuantos favores había podido a la provincia, y que a todas
estas buenas obras eran ingratos y desconocidos para consigo y con el Pueblo
Romano, así en la guerra presente, como en las pasadas. Vosotros, dijo, que
conocéis el derecho de las gentes y de los ciudadanos romanos, pusisteis las
manos unas y muchas veces, como bárbaros, en las personas sagradas de los
magistrados. En medio del día intentasteis dar muerte alevosamente a Casio en
la plaza pública. Vosotros habéis aborrecido siempre la paz de tal manera, que
nunca puede menos el Pueblo Romano de tener entre vosotros sus legiones. Los
beneficios recibís como injurias, y estimáis por favores los agravios. Así
jamás habéis podido conservar ni la concordia en la paz ni el valor en la
guerra. Recibido por vosotros fugitivo el joven Cn. Pompeyo, siendo un mero
particular, se apropiólas fasces y el imperio; levantó tropas contra el Pueblo
Romano, dando muerte a muchísimos ciudadanos, y a instancias de vosotros mismos
ha asolado vuestros campos y toda la provincia. ¿Y de quién os imagináis
vencedores? ¿No hacíais cuenta que, aun destruyéndome a mí, quedaban todavía
diez legiones al Pueblo Romano, capaces, no sólo de resistiros a vosotros, sino
aun de sepultar al mundo en sus ruinas?... ». Falta lo demás.
Este texto clásico es de libre circulación.
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