Prólogo
De
muchos es sabida, la escasa información que nos queda del paso nuestros
antepasados celtíberos por las tierras de la antigua Hispania.
Los
restos arqueológicos que continúan apareciendo en las excavaciones, unidos a
los análisis y las conclusiones de nuestros descubridores que día a día
trabajan en los asentamientos que se han desenmascarado, nos hacen poder ser
testigos casi directos del modo de vida y las costumbres de los pueblos indígenas
que poblaron nuestro territorio y que merecidamente aparecen citados en esta
novela.
Estrabón,
Diodoro Sículo, Apiano o Títo Livio, fueron historiadores griegos y romanos,
encargados de plasmar en sus textos toda la información acerca de lo que
aconteció en Hispania, durante los veinte años de la historia que se encuentran
narrados en este libro. Aunque el único testigo directo de la hazaña vivida en
aquella ciudad celtíbera, durante el último cerco de Escipión, fue el
historiador griego Polibio de Megalópolis.
Pocos
siglos antes se había cruzado la frontera entre la prehistoria y la historia.
La delgada línea que separa aquellas dos etapas de nuestro pasado, en
determinados momentos se ensanchaba aún más, dejando paso a una interpretación
muy subjetiva datos importantes, relevantes e irrepetibles, que se vivieron
durante aquellos años en poblaciones como Segeda, Tarraco, Ocilis, Onusa, Numancia
o Iplacea.
Los
datos históricos que aquí están escritos, datan desde el año 153 a.C. al 133 a.C. (siglo II antes de
nuestra era) en la Celtiberia.
Arévacos,
belos, tittos, lusitanos, vacceos y carpetanos, son los principales protagonistas
no sólo de este libro, sino también de los escritores que plasmaron sus hazañas
en documentos que describen perfectamente una de las partes de la historia más
áspera y sangrienta de Roma.
Pueblos dedicados al pastoreo y la ganadería,
guerreros en su mayoría que unidos por similares ideologías o creencias, hicieron
frente siempre y en clara desventaja a los invasores, un enemigo común.
Tribus
libres que lucharon contra una República en obvia y creciente expansión, en las
que serían denominadas como las Guerras Celtibéricas.
Viriato como general de los ejércitos lusitanos
y los temibles, terribles y letales guerreros arévacos ubicados en Numancia,
fueron los héroes o culpables, según se mire, responsables de masacrar a las
legiones romanas una tras otra, año tras año, asustando a cónsules y pretores,
ridiculizando y humillando a tribunos, centuriones y decuriones del ejército,
asesinando a sus tropas.
Muchos
fueron los generales enviados desde Roma para atajar el levantamiento en la Hispania Citerior,
defendida a ultranza por los celtíberos. Únicamente cuatro de ellos cometieron
la imprudencia creyéndose superiores o quizá, pensando que estaban protegidos,
guiados o iluminados por alguna deidad superior, de enfrentarse directamente
contra tittos, belos y arévacos.
Exceptuando
al político Marco Claudio Marcelo y al también senador y estratega Publio
Cornelio Escipión Emiliano, los otros cuatro sufrieron graves e irreparables
descalabros entre oficiales y tropa. Legiones seriamente diezmadas que huían
acobardadas ante los continuos y destructivos envites de los siempre limitados
ejércitos nativos.
El
mejor librado fue Escipión Emiliano, apodado en un principio el “Africano
menor”, tras su contundente victoria en la ciudad de Cartago en 146 a.C., donde puso fin a la
tercera Guerra Púnica. El único general romano que atravesó los portones de la
ciudad hispana.
Quinto
Fulvio Nobilior, en 153 a.C.,
con treinta mil soldados más el apoyo de los elefantes y la caballería númida,
fue derrotado sucesivamente por los bárbaros celtíberos.
Marco Claudio Marcelo, en 152 a.C., llegó al mando de
ocho mil soldados que se unieron a los
doce mil supervivientes de la campaña anterior de Nobilior. El gran parlante,
prisionero de sus palabras. Evitó la lucha directa limitándose a firmar
acuerdos que salvaguardasen la vida de sus tropas y la suya misma.
Quinto
Cecilio Metelo en 143 a.C.,
Quinto Pompeyo Rufo en 141 a.C.
y Marco Popilio Laenas, en 139
a.C., fueron generales apocados que se limitaron a
saquear territorios ya desvalijados anteriormente, y evitando el enfrentamiento
directo en la Celtiberia.
Cayo
Hostilio Mancino, en 137 a.C.,
actuó de forma desastrosa capitaneando penosamente a otros veinte mil hombres. Posteriormente
fue castigado con todo merecimiento, siendo humillado por sus hombres y sus
enemigos.
Por
último y siguiendo el orden cronológico, citar de nuevo a Publio Cornelio
Escipión Emiliano, que en 134
a.C. al mando de un ejército que oscilaba entre los
veinticinco mil soldados según algunas fuentes y ochenta mil soldados según
otras, con una tropa compuesta de legionarios, auxiliares y amigos de su entorno
familiar, eliminó el paso de los suministros alimenticios que los vacceos utilizaban
para comerciar con los arévacos, sitiando después, durante el transcurso de
once meses, a los ya de por si agotados guerreros celtíberos.
La
mayor o menor aportación de todos aquellos generales, fue necesaria para acabar
con esta revuelta y con la existencia de un pueblo osado que se atrevió a
mirarlos de frente.
Sin
haber incumplido ninguna parte de ningún tratado, los exigentes políticos
romanos interpretaron los pactos de Tiberio Sempronio Graco, firmados en 179 a.C., como les vino en
gana.
Durante
el transcurso de estos veinte años, millares de legionarios fueron enviados
desde Roma sólo para luchar contra Numancia, pero estos tuvieron que limitarse a divisar desde el exterior los
muros de aquella extraordinaria fortaleza, en la que no pudieron entrar de
ningún modo, hasta que los pocos habitantes que continuaban con vida tras el
cerco, enfermos y desfallecidos por el hambre en su inmensa mayoría, decidieron
abrir las puertas y entregar Numancia al Cónsul Publio Cornelio Escipión.
A
todo su ejército.
A
Roma.
Mi
mayor deseo es hacerte a ti, lector, participe, incluso más si cabe,
protagonista de los desafíos de Arlén o Caíl, de las singladuras de Genna o del
intenso amor de Nunn, así como de las decisivas, acertadas o erróneas, pero sobre
todo controvertidas decisiones de los ancianos del consejo. Vivir por unos
instantes bajo la piel de Caro de Segeda, convertirte en tribuno, o dirigir a
millares de soldados como lo hicieron los Cónsules Quinto Fulvio Nobilior,
Claudio Marco Marcelo o Publio Cornelio Escipión.